Lo más impresionante es la frialdad asesina del ‘alter ego’ del autor. O tal vez no. Quizás lo sea más el cristianismo fanático de su compinche Vania. O el dato que se deja caer en el prólogo: huido de Rusia, Boris Savinkov se convirtió en un habitual de la bohemia parisina y sus íntimos Picasso, Cendrars, Modigliani o Apollinaire lo conocían graciosa, campechanamente, como ‘nuestro amigo el asesino’. Tremendo. Y qué decir del prólogo a la primera edición en español del libro, allá por 1931, de Andreu Nin, a la sazón traductor, quien, entre otras barbaridades, juzga a los personajes, una pandilla de psicópatas, «magníficos militantes, cuyo heroísmo, cuyo espíritu de sacrificio, provocan la admiración». Aún tengo en mente la lectura del espeluznante ‘Diario de un pistolero anarquista'(Destino) de Miquel Mir, la inmensa desolación que me produjo el vandalismo inmisericorde contra todo lo que se considerase religioso o intelectual que practicaban los grupos anarquistas de acción, con absoluta impunidad, durante la guerra civil, relatado por José S. Es la crónica atroz de un patrullero de la FAI, compañero de Juan García Oliver o Buenaventura Durruti, de sus desmanes, saqueos, fusilamientos en las cunetas, expolios e incendios de iglesias y conventos. Y es aterradora su justificación de la barbarie, a máuser limpio, a sangre y fuego. Cómo nos engañaron con ese halo romántico del que siguen investidos algunos anarquistas.
Pero estoy hablando de ‘El caballo amarillo’ (Impedimenta), novela en forma de diario que es trasunto de un periodo de la vida de su autor, el mentado Savinkov, en concreto aquel en el que planeó el atentado contra el gobernador general de Moscú, perpetrado el 4 de febrero de 1905. El protagonista está forjado en un nihilismo terrible, de ahí que en sus ‘reflexiones’ le acompañen siempre citas del Apocalipsis y que su intención última sea «hacer saltar a todos por los aires», porque tiene la convicción de que no puede hacerse otra cosa para alcanzar un mundo mejor. ¡Menudo idealismo! Su determinación es absoluta, pase lo que pase la víctima elegida será ejecutada, un deseo de matar que traspasa incluso la sangre propia, «nos ahorcarán, pero otros vendrán después de nosotros». Y de hecho, apenas le perturba la sucesiva inmolación, suicidio al hallarse acorralada y ajusticiamiento final de sus ocasionales colaboradores. Ni siquiera la admiración amorosa de la mujer que prepara los artefactos, que aprovecha y desdeña, ni la pasión febril por su amante Yelena, compartida, mitigan su vacío. En un momento dado, sospecha que «tal vez sea incapaz de amar a nadie», es más, que «tal vez el amor en sí mismo no merezca la pena». Un horror. Porque sólo el rostro del otro, acudamos a Lévinas, podría borrar el día de la ira.
Con todo, el personaje más inquietante es el enlace político, que le insta a «incrementar la campaña de terror» y que es muy consciente, a principios del XX, de que «la letra impresa es vital, el terrorismo necesita de la propaganda», una intuición básica del porqué de su pervivencia y amenaza un siglo después. Cuando el protagonista huye de Moscú, se lo encuentra casualmente en la Perspectiva Nevski de San Petersburgo y la conversación que mantienen, con el terrorista cansado ya de todo -palabras, pensamiento, gente, vida- es sintomática del papel criminal, disfrazado con coartadas ideológicas, que estos agentes provocadores desempeñaron en la actividad supuestamente revolucionaria de los locos que llevaban en la mano un paquete con una bomba, dispuestos incluso a inmolarse con tal de llevar a cabo las órdenes recibidas. Una ceguera que por desgracia no ha desaparecido del mundo.
Más o menos por las mismas fechas, inmerso en el paisaje austríaco-judío en el que se manifestó un «hasta ahora último destello del espíritu europeo», Ludwig Wittgenstein, tal vez el crítico más radical de las ideologías del s. XX, que estudió en el mismo colegio que Hitler y para quien filosofía y vida eran uno y lo mismo, probaba «su lealtad frente a todas las fuerzas legítimas de naturaleza tanto religiosa como social; este comportamiento respecto a toda auténtica autoridad era hasta tal punto su segunda naturaleza que todo ánimo revolucionario, del tipo que fuera, significó para él durante toda su vida simplemente indecencia», en palabras de su amigo Paul Engelmann en ‘Cartas, encuentros, recuerdos’ (Pre-textos). La correspondencia, de cuyo descubrimiento en 1988 ya advertía Isidoro Reguera, hace casi veinte años, en el análisis-epílogo de los interesantísimos ‘Diarios secretos’ (Alianza), en sí es breve y en general de circunstancias, aunque muestra cómo el filósofo se exigía demasiado y recelaba una y otra vez de su honestidad, considerándose moralmente muerto, autoinculpándose de indecencia. Un ejemplo, desde luego.
El verdadero núcleo del libro son los recuerdos de L.Wittgenstein extraídos del inmenso legado de P. Engelmann -un descubrimiento, como lo fue hace tiempo Morgenstern, del que hablaré otro día-, que se encuentra en parte en posesión del poeta israelí Elazar Benyoëtz y en parte en la Jewish National and University Library de Jerusalén. ‘Wittgenstein en Olmütz’ describe el singular entorno en el que el filósofo se integró durante la estancia en Olomuc, la casa de los padres de Engelmann y su estrecho círculo de amistades: el pianista Fritz Zweig, el dramaturgo Max Zweig y el joven erudito Heinrich Groag; narra la primera cita con el joven vienés procedente de una familia de millonarios, que le trae recuerdos del arquitecto Adolf Loos, en la que reconoce ya que se trata de una persona extraordinaria. En ‘Sobre religión’ se atisba apenas la complejidad religiosa, en ningún caso mística, ni confesional, de Wittgenstein, su doloroso reconocimiento de inferioridad frente al pecado, la pureza sobrehumana de las exigencias éticas de su conciencia. ‘Literatura, música, cine’ desmenuza las relaciones íntimas o tangenciales de Wittgenstein con estas manifestaciones artísticas, muestra el estupor que le producía todo intelectualismo presuntuoso, a tal punto que disfrutaba muchísimo con las novelas policíacas o las películas del oeste.
Y, dentro de los recuerdos, el meollo son las ‘Consideraciones sobre el Tractatus’. Sitúa claramente las fuentes en Frege, Russell y el físico Heinrich Hertz; indaga en los presupuestos anímicos de los que surge un pensamiento tan complicado para acercarnos a su composición; señala el objetivo con el que está escrito el libro como clave de acceso a su contenido, siempre en la dirección de mostrar que los intentos filosóficos por «expresar lo inexpresable» son un empeño que nunca logrará satisfacer el eterno impulso metafísico del ser humano; e incluso lo confronta con la labor de su autor como maestro de escuela, generalmente minusvalorada, pese a que Engelmann consideraba un error fundamental de Wittgenstein haber elegido esa profesión.
Según Engelmann, lógica y mística se sustancian en una sola y misma raíz del ‘Tractatus’. Por tanto, la interpretación recta de su mandamiento de silencio sería, en contra de la opinión positivista generalizada, que lo único importante en la vida del hombre es precisamente aquello sobre lo que hay que callarse. Y, en consecuencia, cuando afirma, por caso, que «el sentido del mundo ha de estar fuera de él» no pone en absoluto en duda que este sentido exista, como sostiene la modernidad. Lo esencial es lo que se manifiesta frente al mundo, no la infección psicológica e irracional que lo domina desde el siglo pasado. El lenguaje guarda con el mundo, en suma, una relación inexpresable.
No tienen desperdicio ni las notas sobre las cartas. De uno de los amigos que se cita una sola vez, el noruego A. Sjögren, se nos dice, entre otras cosas, que Wittgenstein le aconsejó que «en lugar de emprender un estudio universitario tomara una profesión sencilla, y así fue como se hizo mecánico […] Mientras Wittgenstein y Russell discutían sobre el ‘Tractatus’, Arvid se dormía sobre el suelo». Maravilloso.