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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Y las máquinas heredarán la tierra

Dice el más famoso proverbio chino que tomemos precauciones ante nuestros deseos, porque podríamos verlos cumplidos. Desde tiempos inmemoriales el hombre anhela construir otros hombres, al margen del placentero método natural, por medios mecánicos.

Esta antología de textos, que recoge ensayos, artículos y relatos, recorre el camino que el hombre ha seguido desde el siglo XVII para irse aproximando, lo más posible, a la consecución de un doble artificial, con todas las implicaciones filosóficas que ello tiene. No obstante, antes de ese momento el autómata ya figuraba entre los intereses del ser humano. Homero ya los mencionaba al servicio de Hefesto en La Ilíada; egipcios y griegos mostraron gran interés en las aves autómatas; y el tesoro de Chin Shih Hueng Ti contenía una orquesta mecánica. Ambas tradiciones, la aviaria y la musical, se sintetizarían en el gran constructor de autómatas del siglo XVIII, Vaucanson (págs. 39 a 53). Pueden encontrar una breve historia de los autómatas aquí.

Las editoras ponen el punto de partida en la doctrina cartesiana de la naturaleza dual del hombre: el cuerpo es una máquina perfecta, asimilable a un reloj o a un sistema hidráulico, pero animada por el principio divino del alma. Aunque no es cierto que el origen de la concepción mecanicista de la naturaleza humana esté en Descartes (págs. 31 a 38), la buena actitud propagandística del pensador francés, y su escasa inclinación a consignar el origen de sus ideas hacen de su obra foco recurrente de inspiración y referencia. A partir de ahí triunfó en la cultura popular el mito del relojero excelente que vende su alma al diablo para poder dotar de humanidad a su androide. El profesor Spalanzani de E. T. A. Hoffmann (págs. 151 a 207) es un claro ejemplo, pero muchos otros autores lo utilizaron, como Julio Verne –El maestro Zacarías–, Nathaniel Hawthorne –El artista de lo bello–, o Herman Melville –El campanario–. Por supuesto, no hay pecado mayor que la soberbia de equipararse a la divinidad y el precio es altísimo, como bien pudo comprobar Víctor Frankenstein. De todos modos, se necesita del concurso del Mal para alcanzar a Dios. El hombre, por ahora, es capaz de diseñar máquinas maravillosas, pero el aliento vital corresponde dárselo a seres sobrehumanos. Esto cambiará, aunque a La Mettrie (págs. 57 a 66) en su tiempo nadie le hizo caso.

El “pato cagón” (págs. 50 a 53) y el Turco (págs. 75 a 144) son sin duda los autómatas –no de ficción– más célebres de la historia. Y ambos resultaron ser un fraude. Aunque el Pato de Vaucanson era una máquina formidable, que graznaba, caminaba, aleteaba y comía, su principal reclamo –y motivo del chiste de Voltaire– era su capacidad para digerir y defecar el maíz que comía. Y el Turco era una figura capaz de vencer al ajedrez a casi cualquiera, incluyendo a Napoleón (págs. 123 a 126, con descripción de la partida) y a Benjamin Franklin –aunque el “Pequeño Cabrón” era un regular ajedrecista–. El Pato engañó a muchos, el Turco a bastantes menos, entre ellos a Edgar Allan Poe, que escribió un largo artículo refutando la autenticidad de las cualidades ajedrecísticas del muñeco (págs. 77 a 120). Y es que no es lo mismo cagar que pensar, si bien la mayor parte de los pensamientos no difieran mucho de… Del mismo modo que Vaucanson rellenaba el depósito fecal de su pato para que diera la impresión a los espectadores de un proceso digestivo, el Turco era operado, de manera ingeniosa, por algunos de los campeones de ajedrez de la época. Las tripas del Turco eran como el banquillo del Chelsea: el lugar que los mejores querían ocupar, pese al poco lustre.

Aunque hubo autómatas reales entonces, y maravillosos, como los músicos de Vaucanson, los más célebres –y ambiciosos– eran pura prestidigitación. Y es que las capacidades mecánicas del hombre no estaban del todo desarrolladas. El rechazo al Turco, además, era sintomático. El pensamiento se consideraba una exclusiva capacidad humana, y los autómatas sólo podían aspirar a simular una apariencia física de hombres. Pero poco a poco cunde la idea de que el ser humano no es más que una máquina hipercompleja, resultado de una larguísima evolución biológica –más las transformaciones sobrevenidas durante la vida, que no son poca cosa–. Ello hace rebrotar el temor existencial que provocaba el Turco: si somos mera maquinaria, por muy compleja que esta sea, ¿dónde queda el libre albedrío y la singularidad del hombre?

En el autómata, entonces, el hombre ve a su doble, ve “lo siniestro” (Freud, págs. 209 a 233). Se ve a sí mismo, o como se querría ver. Si el autómata no es equiparable, bien sea por su falta de autoconsciencia, de inteligencia o de calor, se refuerza “la complejidad e inaccesibilidad de nuestra propia condición”. Pero si el robot es igual a nosotros, si cumple con el test de Turing (págs. 317 a 361), se desencadena un problema existencial: en nada somos distintos de un cristal, de una ameba, de un reptil. De mi teléfono móvil. No somos algo único en la naturaleza. El ensayo toma aquí un rumbo nuevo pero igualmente siniestro: el camino hacia la máquina no ya igual que el hombre, sino mejor. El camino hacia la Singularidad (págs. 363 a 392), la pérdida total del control del hombre. El hombre, a pesar de todo, confía en dominar a criaturas más poderosas y perfectas que él, que sólo es frágil carne; ese es el intento de Isaac Asimov con sus Leyes de la Robótica (pag. 315). Sin embargo, demuestra Vinge que, con la aparición de la máquina autoconsciente entramos en un estado de Singularidad que escapa a nuestro control, así como a toda previsibilidad. Parece entonces que, el día en que nuestros sueños se cumplan, devendrán en pesadilla.