La historia de Sillitoe es la historia de una juventud sin expectativas de futuro, que se resguarda bajo el precario techo de un modo de vida embrutecido, cuya única orientación es asegurarse el sustento diario en un trabajo alienante y aprovechar el fin de semana y cualquier resquicio de tiempo libre para la práctica escapista, un escapismo con unas motivaciones no menos embrutecedoras: emborracharse hasta el extremo y follar todo lo posible. La vida se transforma así en un catálogo rutinario y al mismo tiempo excesivo, cuyo protagonismo está ejercido por personas sin ningún tipo de inquietud intelectual o creativa; masa trabajadora que no encuentra en la existencia más aspiración que disfrutar de placeres poco pulidos. Echo un vistazo a nuestra narrativa más reciente y se me ocurren al menos media docena de títulos que transitan por este territorio argumental, con variaciones (drogas en lugar de alcohol, clase media en lugar de masa proletaria…) que no implican ningún desvío sobre el canon en sus aspectos determinantes.
La lectura de Sábado por la noche y domingo por la mañana despierta en el lector con cierta cultura lectora y cinematográfica la sensación de que en la historia y en el paisaje que contiene no hay realmente nada nuevo. El escenario es prototípico de la producción del colectivo de escritores que dio en llamarse ‘Angry Young Men’, y que los cineastas del ‘Free Cinema’ inglés de los 60 transformaron en icono: ciudades industriales cargadas de humo, donde la gente fuma mucho y todos los niños son mellados y lucen postillas en las rodillas, con mujeres guerrilleras y con un punto desvergonzado, todos ellos trabajando en fábricas con condiciones miserables, contra las que la única pomada posible es el encuentro nocturno en el pub. La estética de ‘pub’, esa que tanto rendimiento le ha dado a cineastas como Sheridan, Frears, Leigh o Loach, y que aquí se convierte, por esas cosas de la reedición, en un espacio demasiado familiar. Es aquí donde debe imponerse la cultura lectora, y saber apreciar que fue en Sábado por la noche y domingo por la mañana donde empezó todo eso, y que en buena medida el cine social británico que muchos apreciamos arranca de Sillitoe y de su vocación de dar voz a gente anónima de vida gris y sin esperanza.
En Sábado por la noche y domingo por la mañana no hay ninguna lección de moralismo, se nos cuenta la historia de un pobre diablo, Arthur Seaton, que afronta el delicado momento del paso a la madurez con una vida a la deriva entre la euforia alcohólica y la depresión de la resaca, arrastrando en su trasiego el equilibro de otras vidas a través del adulterio, del engaño y de la violencia. No hay ningún propósito de redención, ninguna enmienda, más bien narración de una cotidianidad en la que si acaso fulguran algunos chispazos con vocación esteticista, pero siempre con extremo comedimiento, ya que todo está consagrado a la narración, al desarrollo eficaz de la historia.
Las circunstancias económicas y sociales que nos toca padecer hacen que el libro de Sillitoe recobre buena parte de su vigencia. Si bien es cierto que contiene guiños y paisajes que sólo son entendibles en el contexto de la novela tipo «retrato de época», la realidad que describe se hace dolorosamente actual, y no sólo en las ficciones cinematográficas de Frears o Sheridan. Sillitoe es además un autor competente, que sabe acercarse a la realidad con una naturalidad alejada de la postal o del recargamiento. Es por ello que Sábado por la noche y domingo por la mañana se lee y se respira como un trozo de vida. En ella uno no descubre nada nuevo, más allá de lo que ya sabía: que casi siempre amanece nublado.
Por Daniel Ruiz García