Pero esta consideración resulta falsa, porque las novelas de detectives sólo presentan problemas racionales en apariencia. Las trampas del lenguaje, de la estructura narrativa, del uso de la elipsis y de otros rudimentos literarios hacen que, por más que parezca que el misterio se encuentra al alcance del lector, por mayor coeficiente intelectual que movilice, éste nunca logre su desentrañamiento. Demasiadas veces las novelas de detectives han abusado de sus propias argucias para generar efectos sorpresa y priorizar el ingenio –para la producción de espectáculo– sobre otras vías más interesantes (por ejemplo, la discusión racional sobre cualquier aspecto de la condición humana o sobre su problemática social). Esto resulta llamativo porque, si bien es cierto que estamos hablando de una literatura que siempre ha buscado el rédito comercial, no lo es menos que desde el punto de vista narratológico un género propone una estructura y una estética que, a fin de cuentas, se puede modificar y hasta perturbar de acuerdo con otros fines.
Pues bien, fines artísticos o intelectuales fue lo precisamente Stanislaw Lem (Polonia, 1921 – 2006) persiguió a lo largo de su vida utilizando los materiales “pobres” –las comillas son importantes– de la ciencia ficción. Desconocemos si siguió este peculiar camino por convicción –era un lector declarado de Borges, tan aficionado a las novelas de entretenimiento– o porque esa estrategia constituía la mejor burla de la censura polaca. Pero sí que sabemos que, bajo el ropaje de la ciencia ficción, Lem desmontó cuantas convenciones literarias se pusieron a tiro y levantó una severa crítica a la ciencia de su época. Este cuestionamiento epistemológico, por muy temperamental que se mostrara su autor en sus escritos, no era estrictamente visceral sino que estaba concebido para atacar subliminalmente el régimen socialista –recuerden, “científico”–, al tiempo que postulaba una visión del ser humano, esa minucia biológica de pretensiones racionales inserta en un universo enigmático e indómito. Quien le haya echado un ojo a textos como Solaris o Edén sabe que estas ficciones cuestionaban duramente el antropomorfismo, la soberbia de la comunidad científica así como sus metodologías.
Pero volvamos a las lupas. En 1959, Lem publicó La investigación, que sigue el esquema narrativo de las novelas de detectives y presenta algunos componentes del género de terror. Es decir, hay un enigma, hay un detective, hay un departamento de policía, hay pruebas materiales y hay un apremio para hallar una solución. Pero no se trata, como decimos, de un texto que prescriba el simple entretenimiento. De modo similar a como operó Henry James en su nouvelle La figura de la alfombra, la intriga policíaca configura sólo un soporte, un cauce. Por mucho que en el texto se detallen las pesquisas de un investigador que debe resolver un raro caso de desaparición de cadáveres en Londres, resulta fácil darse cuenta que aquí no interesa cuadrar los detalles de la intriga (de hecho, no encajan). Y no interesa porque ese objetivo irrisorio, pedestre y hasta sentimental que es la captura del malo (el malo: figura patética más merecedora de piedad que de ira) supone una ambición raquítica si se la compara con la verdadera pretensión del libro.
Y es que La investigación no sólo pone en entredicho el carácter previsible de ciertos géneros (cuestión en la que a Lem debe de considerarse un pionero, por cierto), sino que enuncia a las claras que su auténtico ámbito de discusión es el cuestionamiento científico. El escritor Javier Fernández explicó en el dossier quela revista Quimera dedicó al genio polaco que los tres personajes principales de la novela –el investigador, un científico y el jefe de policía– encarnan tres metodologías científicas. El primero opera según el método deductivo, el segundo sigue el inductivo y el tercero utiliza el método hipotético deductivo. La novela no dispone acontecimientos para incrementar paulatinamente la conmoción del lector ni trata tampoco de resaltar la agilidad de un detective que le enmienda la plana a las fuerzas de seguridad del Estado, inhábiles en su cometido de velar por la seguridad ciudadana. Aquí la narración sigue el decurso de los tres personajes. Es decir, enseña, con pelos y señales, la naturaleza de su pensamiento, el distanciamiento de su modelo teórico respecto a una realidad que se presenta amorfa e incognoscible, pero, sobre todo, hace hincapié las limitaciones de sus hipótesis. La primera consecuencia de esto es que la intriga es mínima. Al lector no se le desboca el corazón y sus retinas no persiguen letras a la vuelta de cada página. Todo lo contrario: hay que detenerse en muchos párrafos para valorar que lo que cada personaje propone supone un acercamiento epistemológico a la resolución de un problema de orden policial y que puede extrapolarse sin problemas a otros ámbitos.
La segunda consecuencia es que, siendo La investigación una novela que se desvía de la tradición detectivesca, lanza una severa reflexión sobre las certidumbres científicas que no sólo soportan el conocimiento sino también sus innumerables aplicaciones técnicas, el modo en que se habita el planeta y hasta el posicionamiento engreído del ser humano en el universo. Lo que ilustra de una manera más que inspirada Lem es que si uno pretende inventariar la fauna oceánica y sale a alta mar con una red de agujeros de un metro cuadrado de dimensión, sólo capturará peces enormes. Con lo cual, su estudio del mar yerrará, porque el investigador difundirá la idea de que los mares sólo los habitan delfines y atunes. Esto mismo es La investigación: un aviso sobre los límites del conocimiento humano, una lúdica puesta en duda de los mecanismos de obtención del conocimiento y sus aplicaciones. La ciencia, parece decir Lem, más que un código preestablecido de aproximación a la realidad, debería partir de una apertura lo más amplia posible de posibilidades y de un reconocimiento de las limitaciones intrínsecas del hombre.
Y luego, hacia el final de la novela, encontramos corrupción, torpeza y negligencia. Es decir, la inevitable caricaturización de los órganos de seguridad que todo espíritu libre difunde sin descanso.
Por Roberto Valencia