Solaris no es un planeta, tampoco es un libro cualquiera, de una cultura cualquiera, de una civilización. Cada vez que escucho hablar de la novela, incluso en los casos encendidamente encomiásticos, la lectura se detiene en la frontera que separa, todavía hoy, quién lo diría, los aciertos del género con los de la literatura universal; da la sensación de que Solaris, al igual que casi todo lo de Stanislaw Lem, purga a veces el pecado de introducir su incontenible aparato referencial en los senderos de la ciencia ficción, de la buena ciencia ficción, como si eso restara atributos y seriedad, algo que en Lem no sólo no se cumple, sino que suena empequeñecedor: el autor polaco no es un genio del género, sino un genio a secas, con una imaginación portentosa, original, llevada a veces hasta el límite de la lógica y de la metafísica de la narración.
Solaris, además, es uno de sus títulos inolvidables y quizá el que le faltaba a Impedimenta para completar la biblioteca elemental del autor, que vive un nuevo periodo de gloria en castellano de mano de la editorial. En esta ocasión con una novedad que ha suscitado un revuelo entre la audiencia del escritor: la traducción, por primera vez en español, del texto original, recibida casi con tanta expectación como las nuevas versiones de Faulkner o de Joyce. La cosa no es para menos: cada nuevo hito relacionado con Solaris suscita interés y reporta de facto un texto que, si bien carece del recorrido formal de Finnegan’s Wake, está a la altura fabulística e intelectual de Borges; una construcción apabullante, de lectura múltiple, reverencial. Confieso, sin embargo, que la nueva traducción, a cargo de Joanna Orzechowska, me transmitía dos grandes dudas, ambas de formulación casera y razonablemente cursi. En primer lugar, la proximidad con la película de Soderbergh, que se atrevió hace apenas nueve años a hacer su propio trasunto de un libro ya adaptado por el mismísimo Tarkovski; y en segundo término, no del todo desasistido del anterior, el buen recuerdo del texto de Matilde Horne y Paco Porrúa, que trasvasaron la novela al castellano para el sello Minotauro, aunque, eso sí, desde un idioma intermedio, en este caso, el inglés.
La traducción de Orzechowska, precedida por un proemio compilador y generoso de Jesús Palacios, respira de entrada menos mediación; se nota el cuerpo a cuerpo con el idioma y con la letra pequeña de Lem, acaso más enmarañada en la versión anterior. El novelista, en esta nueva edición, gana en claridad y en identificación con el resto de su obra, pero también cambia de registro musical: sus palabras se hacen más secas, menos retóricas; será, sin duda, la traducción que perdurará.
Por Lucas Martín