Y que me encantará leer una y otra vez. El mes más cruel es la suma de todos los miedos, más la resta de todas las esperanzas, más la multiplicación de toda locura, más la división de toda felicidad. En El mes más cruel no hay personas felices, hay gente que lee, y la gente que lee no tiene salvación. Por eso no la tiene Sara, en el primero de los relatos, ni la tiene Olivia tampoco. Por eso no la tiene Virginia, ni Héctor, que salen de la habitación cuando toda fiesta, toda posibilidad de victoria y no de derrota llega a su fin; tampoco la tiene Clara, encerrada en su habitación, atornillada a sus paseos, anclada a sus libros. Ninguno de los personajes en El mes más cruel nos sonríe cómplices. No los hay, de hecho. No hay amigos, ni familiares. No hay vínculos. Hay abismos. Muchos. Como el que huye de Sara, y no al revés; como el que habita con Virginia, y no en ella; como el que sacude a las hormigas en cada uno de sus cien caminos. Pilar Adón ha construido un mundo en el que lo que no se dice es lo que vive; un mundo en el que el silencio es oración. Ha colocado a todos sus personajes en la peor tesitura posible: en la de vivir. Los arranca de sus lechos, de su apatía, de su pereza, de su tristeza, y los muestra para que se muestren para que los veamos para que se vean. Y para que, en esa tormenta compartida, excavemos en el suelo y encontremos algo de luz.
T.S. Eliot decía que el mes más cruel era abril. No lo es. El mes más cruel es el mes en el que se leen los relatos de este libro. Ese será, por siempre, el mes más terrible de todos. Pilar Adón ha levantado un mundo, parece, en homenaje a la novela gótica. Cuando se comienza uno de sus relatos nunca sabes a dónde te va a llegar, y la tierra, tu tierra, esa sobre la que pisas, tiembla. Tiembla el mundo cuando se lee El mes más cruel, y es que los pies no son más que trampillas en el suelo. El tiempo se detiene, incluso, para asistir al espectáculo del grito en la caída. El lector, en su lectura, en su vivencia, en su grito descosido, decidirá si al final hay suelo o cojín, infierno o cama. Precisamente porque no sabemos a dónde nos va a llevar Pilar, cada comienzo de relato es un tiritar constante. Da igual el fuego: las letras de Pilar congelan el alma y las puntas de los dedos. No encontrará el lector ni un solo relato en el que no sentirse identificado. En todos ellos hay algo bestial. En todos ellos están nuestras vergüenzas. En todos ellos, aunque parezca muerte, está la vida.
En palabras de la propia Pilar (fragmento del último de los relatos del libro, «Los cien caminos de las hormigas»), así podría describirse el libro:
Sospecho que lloré durante horas, y que el cansancio y la decepción terminaron por dejarme dormida allí mismo. Al amanecer me levanté del suelo y caminé hacia mi casa para recoger lo poco que pudiera llevar conmigo. Había dormido en el jardín rodeada por los vaivenes de un viento que hace delirar a los niños y gritar a los viejos; entre las notas inconexas de un instrumento feroz que descubre de repente el miedo que se ha mantenido oculto bajo una manta pesada para que no contemplemos su estructura más obvia.
Una palabra que defina el libro: FEROZ.
Una palabra que defina a la causante de la brutalidad: Chapeau.
9/10
Por Ainize Salaberri