Con enormes dosis de humor e ironía, la escritora ponía el acento en la ingenuidad y superficialidad de sus compatriotas, criticaba con sutileza a los escritores de lo que se dio en llamar rustic melodrama y a los lectores que se dejaban engañar por aquellos relatos “empalagosos y cargantes”. Y lo hacía a través de Flora Poste, una joven de buena educación, “voluntad férrea y espléndidas pantorrillas” que al quedarse huérfana era acogida por sus parientes, los Starkadder, en Cold Comfort Farm, una granja de la Inglaterra profunda. El choque entre su mirada y la rusticidad de los Starkadder o de sus vecinos le servían a Gibbons para resaltar lo absurdo de la sabiduría rural. A ello ayudaba una nómina de personajes y caracteres dignos de la mejor de las novelas: Amos, tocado por Dios, capaz de sembrar el terror con sus discursos religiosos; Seth, con un apetito sexual descontrolado; Meriam, una joven que se quedaba embarazada en cuanto “florecía la parravirgen”; o la matriarca de los Starkadder, la tía Ada Doom, encerrada en su cuarto porque en una ocasión vio “algo sucio en la leñera”. Con todos estos mimbres, y unos diálogos directos y recurrentes, Gibbons consiguió que la novela la catapultara a la fama.
En 1949, dieciséis años después de su publicación, la autora se embarcó en una secuela que en su edición española se ha titulado Flora Poste y los artistas (Conference at Cold Comfort Farm). En ella, las cosas no sólo han cambiado en la granja de los Starkadder sino también en la vida de Flora, casada ahora y con cinco hijos. Socialmente, el país ha pasado una guerra, gran parte de los Starkadder han emigrado, lo que convierte la novela en una historia menos alegre que su predecesora. Lo que no ha variado ni un ápice, sin embargo, es la pluma afilada de Gibbons, que arremete en esta ocasión contra la intelectualidad y la política de la época, contra la codicia y la estupidez en un retrato que podría ser extrapolable a la situación socioeconómica actual. Cold Confort Farm ha sido convertida en un centro de convenciones al que van a acudir un montón de renombrados artistas, filósofos, directivos y delegados empresariales y hasta un asceta hindú. Pintores, escultores, músicos… se transforman así bajo la mirada de Flora en el ejemplo de representantes de la vacuidad, de un arte ególatra y absurdo al servicio de una clase superior encantada de haberse conocido. El resultado es una novela amena y divertida, de esas historias que merecen ser releídas y que le dejan a uno con una sonrisa en la boca.
Por Alex Oviedo