Podría estar hablando de la rutina vital de un joven español de hoy en día (o, al menos, de cómo era dicha rutina en los años previos a la tan traída y llevada crisis). Sin embargo, Sábado por la noche y domingo por la mañana describe la existencia cotidiana de un joven inglés en los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Arthur Seaton tiene veintidós años, vive en Nottingham y trabaja junto a su padre en una fábrica de bicicletas. Mantiene una relación adúltera con la esposa de un compañero de trabajo, y vive una vida de total despreocupación entre borracheras y broncas de fin de semana. El futuro no es algo que le preocupe y, aunque en determinados momentos expresa ciertos sentimientos cercanos al anarquismo, no llega a materializar ninguno de sus planes para “desafiar” al gobierno.
Según avanzamos en la novela iremos conociendo a la familia de Arthur, veremos cómo acaba liado con la hermana de su amante (lo que le traerá penosas consecuencias) y, finalmente, asistiremos a su relación con una joven con la que, al parecer, acabará sentando la cabeza.
Recordado, entre otras obras, por la recopilación de relatos La soledad del corredor de fondo, Alan Sillitoe publicó Sábado por la noche y domingo por la mañana, su primera novela, en 1958. Englobada dentro del denominado “realismo social”, la obra presenta un retrato de una juventud desencantada y sin perspectivas de futuro (más allá de trabajar hasta la jubilación en el mismo lugar y, en última instancia, formar una familia como hicieran sus padres antes que ellos) no tan alejada de la actual como cabría suponer al tratarse de una narración escrita hace más de cincuenta años.
Arthur Seaton no es un personaje que caiga simpático: su comportamiento oscila entre lo estúpido y lo insultante; su ideología refleja su inmadurez; y el modo en que afronta su existencia cotidiana resulta francamente molesto. Sin embargo, el talento de Sillitoe hace que pasemos página tras página deseando saber qué será lo próximo que haga Seaton, qué será lo próximo que le ocurra. Y, al final, cuando la historia concluye, uno se da cuenta de que ese personaje tan irritante se ha convertido en alguien por el que siente una cierta simpatía involuntaria, y cuyo futuro le interesaría conocer. Ahí radica el genio del autor.
Ahora me queda buscar la adaptación cinematográfica que Albert Finney protagonizó en 1960. Con que sea la mitad de buena que la novela, me daré por satisfecho.