Música y literatura. Para los que frecuenten este blog —a punto de cumplir 300 entradas— sabrán de la importancia que adquieren sendas disciplinas artísticas cara a un servidor. Difícil de conjugar en una misma persona la dedicación profesional indistintamente a la composición musical y al arte de escribir prosa. Pero ha habido (contados) casos registrados en el siglo pasado poseedores de esta doble habilidad, entre los más notables el de Robert Bruce Montgomery (1921-1978), mejor conocido en determinados ambientes literarios por su seudónimo de Edmund Crispin con el que valdría para firmar su serie de novelas de misterio perfumadas de un peculiar sentido del humor. Gervase Fen oficia de alter ego de Crispin en esta relación de obras que arrancan con La juguetería errante (1946), avalada por la crítica especializada de la época de su publicación en adelante, y que ahora recupera en traducción al idioma de Machado, el sello Impedimenta. Lo hace con su habitual buen gusto para la edición, en una primorosa, por ingente labor desplegada por José C. Vales no tan sólo por lo que compete a la traducción en strictu sensu sino también a la hora de colocar notas explicativas, aclaratorias o puramente informativas sobre vocablos, expresiones y demás a los que se acogía Crispin —69 pies de páginas para un total de 312 páginas habla por si sólo de la profundidad de ese trabajo «extra»— merced a su erudición.
Confieso que no soy un gran lector de novelas de misterio esquinadas hacia la fórmula del whodonit («quién lo hizo»), de la que presumiblemente Agatha Christie (1890-1976) sea su figura más rutilante, o cuanto menos, la que sigue gozando de una mayor popularidad. En buena lógica, Crispin aplicaría similares recursos narrativos que hicieron fortuna en la obra de Mrs. Christie, pero el dipsómano artista lo aplicaría con un barniz de un humor socarrón, a ratos irónico, en ocasiones corrosivo… definitivamente, tocado en su conjunto de un halo de singularidad. Cierto que los elementos surrealistas afloran en ese bosque de criaturas situadas fuera de contexto —el propio Gervase Fen, cuya manutención se la procuraría las clases que impartía en materia de Literatura Inglesa (Crispin hizo lo propio años antes de ver publicada su primera novela en la selecta Shrewsbury School, en la que estudió, entre sus alumnos más destacados, el ex Monty Python Michael Palin) mientras da cancha a las pesquisas detectivescas al margen de su horario de trabajo— que pueblan La juguetería errante, ayudando a dimensionar ese timbre intransferible a la persona de su autor. Acomodado a expresiones que iluminan cada página, con frecuentes visitas a referencias al «animalario», la lectura de La juguetería errante representa un magisterio de cómo humor y misterio pueden convivir en un mismo relato, incriminando al lector a esbozar una sonrisa a media asta pero, a la par, seguir las vicisitudes de una trama que, por momentos, me recordaba ese episodio «amputado» del montaje final de La vida privada de Sherlock Holmes (1970), el de «la habitación de la cama invertida». De tal guisa, Sherlock Holmes y el doctor Watson se enfrentaban a un caso que coloca el acento sobre un componente surrealista inexistente en las otras historias que tienen su punto de partida en la misteriosa aparición de una dama afectada de amnesia. Por el contrario, el objeto de estudio de la pieza literaria de Crispin es la desaparición de una juguetería donde supuestamente ha tenido lugar el asesinato de una mujer. Richard Cardogan, escritor en apuros, de meditación por las cercanías del centro urbano de Oxford —enclave de nobleza académica insoslayable de las Islas Británicas—, es el primero en levantar la liebre sobre un homicidio cuya autoría se complica exponencialmente al evaporarse la juguetería de marras toda vez que la policía se predispone a visitarla ante la llamada de alerta del vivaracho escritor. En éstas que Gervaise Fen se apresura a llevar a cabo su propia investigación con el apoyo de Cardogan, dejando por el camino un reguero de señas acordes con la biografía del propio Montgomery, desde esa dedicación docente apuntada hasta su incursión como corista en un feudo que no le corresponde –el Dr. Artemus Rains le llama al orden de su falta y le invita a marcharse en un pasaje especialmente jocoso en lo tocante al non sense («el episodio de los conocimientos irrelevantes»: p. 107-149) que años más tarde haría fortuna entre los locos seguidores (entre los que me incluyo) de los Monty Python. De ese mismo tronco partiría la génesis de la serie Dr. Who, cuyo humor de naturaleza un tanto críptica se descifra mejor a partir del contenido y el continente de ese ramillete de obras manuscritas por Crispin, quien armaría el otro brazo para proyectarse sobre su piano y así componer el main title de la comedia bajo el epígrafe Carry On…, de enorme popularidad en Gran Bretaña en el curso de los años cincuenta y sesenta. A partir de escribir el score de Un médico en la familia (Doctor in the House, 1954), los estudios ingleses volverían a reclamar los servicios de Robert Bruce Montgomery. De toda aquella experiencia en la industria cinematográfica Montgomery iría afilando su pluma, desembocando en la confección de Frequent Hearses (1950), quinta de las entregas de la serie Gervaise Fen, y situada en el tiempo años antes de su contribución a la ciencia-ficción con esos incunables a todas luces que representa otra serie de enjundia Best SF Tour. Al corto y medio plazo, Impedimenta pondrá en marcha su maquinaria para sacar a la superficie editorial el conjunto de piezas que integran las aventuras y desventuras de Gervaise Fen, y quién sabe si el rescate de esas gemas de la sci-fi tendrán su oportunidad en forma de publicación en lengua castellana. En cualquier caso, el camino está trazado en una «operación rescate» que merece la atención del lector inquieto, no necesariamente avezado en la novela de misterio. El placer por la lectura encuentra, pues, un nuevo aliado en la persona del taimado Gervaise Fen, nacido de la capacidad de inventiva —sazonada de experiencias muy diversas de su artífice— de Robert Bruce Montgomery. Su deceso, acaecido el 15 de septiembre de 1978, en West Hampstead, Londres, a punto de alcanzar los cincuenta y siete años, dejaba huérfano un tipo de literatura de rústico humor con fondo de misterio, administrada a golpe de genialidad.