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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un animal en el circo de la civilización

Victor de Aveyron, el niño salvaje que inspiró al director François Truffaut, vuelve de la mano del escritor estadounidense T. C. Boyle, en una novela breve que reflexiona sobre el conflicto entre naturaleza y humanidad.

Puede que todos seamos hijos de la Revolución Francesa. Pero quizás a nadie le siente mejor el título que al niño que, mientras Francia ardía, trataba de subsistir en los bosques de Cane, junto a los Pirineos, ajeno a la aceleración de la Historia. Victor de Aveyron, criado entre bestias, saltó de la jungla a la civilización en 1799.

El niño animalizado se convirtió, primero, en la comidilla de la Francia posrevolucionaria, por donde peregrinó dando tumbos: de la institución de sordomudos a los salones de té, del orfanato a las manos de heroicos ilustrados sobrados de pedagogía y voluntarismo.

Unos pensaban que el pequeño Victor, que gruñía y se movía compulsivamente, con unos modales de bestia alejados del arquetipo del buen salvaje roussoniano, sufría un retraso mental. Otros, que podía convertirse en un ciudadano más de la jovencísima república francesa con un adecuado tratamiento educativo.

Aveyron se situó luego en el centro de un complejísimo debate intelectual que está lejos de cerrarse. ¿El lenguaje nace o se hace? ¿Hasta qué edad se puede enseñar? Y sus ramificaciones: ¿Qué nos diferencia de los animales? ¿Qué es la identidad? Tela marinera.

Más tarde, Aveyron mutóen icono cinematográfico de la mano del director francés François Truffaut en El pequeño salvaje (1969). Y, ahora, el pequeño Victor inicia una nueva etapa como icono pop de la mano de uno de los escritores mayores de la letras estadounidenses, T. C. Boyle (Peekskill, 1948). El autor, rey de la novela histórica cómica, se pone entre sombrío y melancólico en El pequeño salvaje, editada ahora por Impedimenta.

«El terror había llegado a su fin, el Rey estaba muerto, y la vida, sobre todo en las provincias, había vuelto a la normalidad. La gente necesitaba algún tipo de misterio que le diera sustento espiritual, una creencia en lo arcano y lo milagroso», escribe T. C. Boyle al principio de su novela breve. En esas llegó Victor de Avey-ron y volvió a armarse el quilombo en Francia: civilización o barbarie, pedagogía o salvajismo. Los límites de la revolución ilustrada al desnudo.

«Todos mis trabajos tienen un tono y un feeling diferente, como debe ser. El pequeño salvaje debía tener el de un cuento folclórico; aunque hay momentos cómicos y bizarros, por encima de todo, su lectura debería cubrir tu corazón de tristeza por las circunstancias del protagonista en realidad, por las circunstancias de todos nosotros, condenados a habitar en estos cuerpos de animales», cuenta Boyle a Público. «Lo que me atrae de la historia es que habla sobre los temas habituales de mi literatura: qué somos como especie y cuál es nuestro impacto en el medio ambiente», añade.

En efecto, la conflictiva relación entre el ser humano y su entorno natural es uno de los motores de la literatura de Boyle, que ha narrado desde las desventuras de un explorador legendario en los días de la colonización africana (Música acuática) hasta la revolucionaria (y en ocasiones rocambolesca y esperpéntica) vuelta a la naturaleza de los hippies: «Drop City revisaba un tiempo de la historia los sesenta donde existió un movimiento con planes para abandonar la sociedad capitalista y vivir de un modo más sencillo, en armonía con la naturaleza. El pequeño salvaje nos traslada, de un modo atávico, hasta las vivencias de un ser humano que no tiene opciones para hacer eso. Fue abandonado siendo un niño y sobrevive por sus propios medios en la naturaleza inclemente, sin sociedad, sin lenguaje, sin pensamientos sofisticados. ¿Se las arreglaba mejor sin todo ello? Eso es algo que debe decidir el lector», explica Boyle, que se describe como un «hijo de la naturaleza» porque «nada me gusta más que pasar el rato solo en tierras salvajes». Aunque está «lejos de ser un asceta», suele alquilar una cabaña en el Parque Nacional de las Secuoyas [California] para escribir por el día y deambular por la noche. «Necesito sentir el pulso de algo más grande que yo. Lo encuentro en el silencio y la majestuosidad de la naturaleza».

Quizás hasta aúlle, a juzgar por una entrevista en la que aseguraba estar «orgulloso» de ser un animal. ¿Todos somos Victor de Aveyron? «Creo que, cuando dije eso, intentaba expresar la división de nuestra naturaleza entre lo animal y lo espiritual (o intelectual). La Iglesia católica nos dice que estamos hechos a imagen y semejanza de dios, pero esto es sólo un mito, porque no hay ningún dios; sólo nos queda observar al resto de los animales y ver cuál de ellos está en nosotros y cuál de nosotros está en ellos. Insisto en dar una interpretación darwiniana de nuestra existencia, porque ninguna otra encaja con nuestros sentidos», razona.

Pero la ciencia, como muestra el caso Aveyron, también tiene sus límites. «La ciencia no responde a la pregunta fundamental mejor que las religiones. ¿Qué nos queda enton-ces? El vudú y la desesperación total… Pueden leer mi relato Chicxulub para entender a qué me refiero», cuenta Boyle con sorna cósmica, aludiendo a un texto sobre un asteroide en caída libre capaz de destruir la vida en la Tierra.

Las dudas asaltan a Jean-Marc Gaspard, el doctor que tratará de educar a Victor, interpretado por Truffaut en su filme, al principio del tratamiento. «¿Nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que la sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable? ¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau?», se lee en el libro.

Pero hay más preguntas que respuestas en los libros de T. C. Boyle. También hay paradojas, cómicas y dramáticas, como en este pasaje sobre la llegada del salvaje Aveyron a la cuna de la Ilustración. «Días después ya estaba en París, aunque él no fuera consciente de que aquello fuera París. Solo era consciente de lo que veía, lo que escuchaba y lo que olía. Vio confusión, escuchó el caos, y lo que olía era más fétido que cualquier otra cosa que hubiera olido en todos sus años de vagabundo por el campo y los bosques. Un olor concentrado, penetrante: el olor de la civilización».

Por Carlos Prieto