El conseguir socializarlos es todo un reto para psicólogos, médicos y pedagogos. Se conocen pocos casos documentados de niños que hayan llegado a sobrevivir solos en un ambiente tan hostil, y proliferan todo tipo de leyendas acerca de muchachos criados por lobos (quién no recuerda El libro de la selva, de Kipling), perros, monos e incluso osos.
De entre todos ellos destaca el del niño salvaje de Aveyron, descubierto por cazadores franceses en 1797 en los bosques del Languedoc -entonces aparentaba unos ocho o nueve años- y capturado finalmente dos años más tarde. Éste es el protagonista de la novela de Thomas Coraghessan Boyle (publicada en 2010), una historia que ya había sido recreada en imágenes de forma soberbia por François Truffaut en 1969 (L´enfant sauvage), por lo que el listón narrativo estaba bastante alto.
Asistimos en el relato a su secuestro del medio natural en el que había vivido siempre y a los intentos de integrarlo en la sociedad “civilizada”. Tiene instintos animales y, dado que el aislamiento forzoso le ha provocado la imposibilidad de hablar, no se diferencia gran cosa de una bestia. Sin embargo, plantea un gran desafío para la sociedad de la época, recién salida de la Revolución y en pleno Siglo de las Luces, donde prima la razón, con los filósofos debatiendo acerca de la naturaleza del ser humano, si ciertas cualidades son innatas o adquiridas y los efectos de la vida en sociedad.
“De allí la noticia pasó al dominio de otras publicaciones periódicas parisinas. Pronto la nación entera estaba ávida de recibir más y más noticias sobre este prodigio de Aveyron, el niño salvaje, la bestia dotada de apariencia humana. La especulación se extendió por las calles y sus ecos comenzaron a resonar en cada esquina. ¿Se trataba del Buen Salvaje del que hablaba Rousseau, o era tan solo un aborigen más? O quizás -y he aquí una conjetura emocionante- podría ser el loup-garou en persona, el lobizón, el legendario animal.”
Así pues, convocando muchedumbres a su paso y transformado en un fenómeno social, seguimos sus pasos por diferentes lugares de internamiento (la casa del Comisionado, el orfanato de Saint-Affrique, una escuela en Rodez) hasta recalar en el Instituto de Sordomudos de París, con el deseo general de hacer del Salvaje un ciudadano útil para su país. Será allí donde se hará cargo de él un joven médico, Jean Itard (encarnado en la pantalla por el propio Truffaut), que intentará por todos los medios a su alcance (algunos pioneros para la época) que el muchacho se convierta en un ser humano como el resto, capaz de ser educado. Será Itard quien le dé un nombre, Víctor, su primer atributo humano, cierto afecto del que siempre había carecido y una dedicación completa en cuerpo y alma.
La fuerza narrativa de Boyle consigue atraparnos desde las primeras páginas. A ratos cruda y desgarradora, la historia está llena de emoción y los dos capítulos finales son especialmente conmovedores. Hay que destacar también la admirable traducción del escritor colombiano Juan Sebastián Cárdenas, muy rica en matices.
“Su único aliciente era la privacidad de su cuarto, y hasta eso se le negaba a menudo, pues los miembros de la comunidad científica acostumbraban a acecharlo por todos y cada uno de los corredores del instituto. Un filósofo o un naturalista tras otro, que le daban golpecitos en la cabeza delante de la puerta y que lo seguían por los salones cuando trotaba con su paso torcido y estrafalario, o cuando se subía a las ramas de un árbol para escapar del acoso de la gente; gente que lo rodeaba, justo a él, a quien tanto le gustaba estar a solas.”
Si comparamos el relato de Boyle con la película de Truffaut, hay ciertos pasajes que coinciden plenamente, pero eso no le resta mérito a la buena trama del libro del norteamericano. La fotografía en blanco y negro del español Néstor Almendros es impresionante, como también es memorable el doble trabajo del francés como actor y director, rindiendo un homenaje al cine mudo (los fundidos en iris en lugar de a negro, el lenguaje gestual en ocasiones exagerado adrede), como mudo parece ser el salvaje Víctor durante buena parte del metraje. No hay que olvidar que Truffaut conocía muy bien la reclusión: rebelde como el protagonista, él mismo pasó por un correccional en su etapa de pequeño delincuente juvenil y por una prisión militar, acusado de desertor. Recuerdo que vi esta película por primera vez hace ya años en el cine de los sábados de mi colegio y que ya entonces me dejó impresionado. Os recomiendo, pues, una sesión doble, ideal para estas gélidas tardes de invierno: libro y película.
Por Pedro Ferrer