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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Los tonos pastel, los primeros planos sobre el angelical rostro de Miranda (una de las protagonistas), la efectista música, dejan un sabor extraño en el espectador de hoy (acá está la secuencia inicial de la película). Tiene pergaminos: la editó Criterion en su escogida selección de cine mundial y Stephen King la incluyó entre las mejores películas de misterio en su monumental ensayo sobre literatura y cine de horror, Danza macabra. Quizá mi decepción se explica porque, al revés de las olas de espectadores que la aplaudieron en las salas de cine, yo leí antes el libro, que recién fue traducido al castellano en 2010. Que es una joya, uno de esos casos extraños de acierto al pleno de la ruleta: Joan Lindsay, australiana, nació en 1896 y, tras una carrera literaria cuanto menos irregular y escasamente reconocida, publicó Picnic at Hanging Rock en 1967 y de inmediato saltó a la fama en su país, que se amplificó enormemente con el éxito de la película de Weir que, con todo, simplifica notoriamente la trama y la reduce al esqueleto más básico. Hablemos entonces, mejor, de la novela.

Lo más destacable es su procedimiento narrativo, que la película intenta reproducir: la proeza de mostrar y no explicar, el uso sabio de la elipsis para remarcar el misterio y mantener las incógnitas que plantea el relato. Todo discurre torno a la desaparición de tres alumnas y una profesora de un exclusivo colegio femenino en una formación geológica extraordinaria que se yergue en medio de la planicie australiana, Hanging Rock, en 1900. La deliberada ambigüedad de la autora respecto de si se basa o no en hechos reales es lo menos importante a estas alturas: lo que interesa es el clima que recrea la novela, el clima moral y social de una colonia británica traspasada del ethos victoriano y esa aura de lo desconocido que alcanza tanta mayor eficacia en tanto no sabemos, nadie sabe, nunca se sabrá, qué ocurrió cuando las cuatro mujeres, las tres alumnas por su lado y la profesora por otro -o al menos en distintos momentos- desaparecieron en el agreste paisaje. Que una de ellas, más de una semana después, aparezca viva, es el pie para el desarrollo ulterior, la exploración -también elíptica- de las consecuencias de un hecho que con razón altera para siempre la vida en el colegio Appleyard. Marcos Giralt señaló, en Babelia, que la novela «está narrada en un encantador estilo decimonónico que, por momentos, se permite rozar lo ñoño» Cierto, pero hay otra cosa llamativa en esa reconstrucción de época, la extraordinaria sutileza de la autora para enunciar -apenas, casi, a punta de indicios- cuestiones relativas a la homosexualidad. Y si en un internado femenino, entre adolescentes, es esperable que exista ternura y amor sin que ello implique lesbianismo -aunque tampoco lo excluya-, es mucho más sugerente otra arista que la película omitió casi por completo, la amistad entre el joven inglés que descubre a la sobreviviente y el mozo de cuadra que cuida los caballos. No hay nada -nada- explícito, y quizá ahí radica, nuevamente, la eficacia narrativa que Joan Lindsay logró en esta novela. Solo cabe formularse preguntas. Es, pues, una gratísima sorpresa: una novela límpida a pesar de su vocación por el misterio; una aguda mirada sobre la sociedad victoriana que, sin embargo, nunca hace notar su filo de manera explícita; y una desconcertante historia que vale tanto por sus silencios como por la fina trama que teje la autora, que sigue aristas de manera solo aparentemente caprichosa en torno un enigma que permanecerá irresoluto para siempre.