Escribe Rubén Romero sobre cómo se quitan la vida los escritores. En su texto vemos desfilar a escritores como Mishima, Stefan Zweig, Alejandra Pizarnik, Silvia Plath, Paul Celan y ¡ cómo no!, también a Alfonsina Storni ,entre otros, que en efecto dan la impresión de tener dos vidas, dos biografías: “la que traza su obra y la que traza su obsesión por quitarse la vida”. Su conclusión es que quizás los escritores no son tan distintos del resto de los humanos. Muchos de ellos, únicamente consideran su muerte como parte de su obra y por eso también adornan aquella con un contenido estético.
Estoy convencido de que la comparación con el texto de Daria Galateria es pertinente, excepto quizás en ese toque estético. Porque los escritores, o mejor dicho, muchos escritores, se han visto obligados, y la obligación sigue ahí ni dormida ni latente, a sobrevivir, entregados en cuerpo y alma, o solamente en cuerpo, a realizar los más diversos oficios, pero casi siempre forzados porque las letras no suelen dar de comer y “lavorare stanca”, como dijo Cesare Pavese.
El apoyo y sustento material es imprescindible también en el mundo fascinante de los creadores de belleza por medio de la palabra. “Primum vivere, deinde philosophari” recoge esta urgencia con sabiduría el dicho en latino, aunque no seguramente romano, que traducido por García Márquez viene a decir que la pluma se desliza mejor con el estómago lleno.
La pluma de Daria Galateria nos introduce de forma amena y a la vez muy documentada en ese tramo de la vida de los escritores que les da el pan. A inicios del pasado siglo, los trabajos de los escritores podían ser de lo más extravagante e incluso rozaban la fatiga extrema o la rutina, pero todos coincidían en afirmar que la escritura era la tarea más agotadora de todas. Ya en la Introducción nos brinda la autora varios ejemplos: Bukowski, que en sus borracheras contraponía al sueño americano la escritura de la demasía (alcohol, sexo y todos los excesos imaginables), trabajó disciplinadamente como cartero cerca de quince años. Y cuando le compensaron con un salario por escribir, el terror lo paralizó durante una semana. Resultaba más fácil trabajar en una fábrica porque en ella no había tanta presión, ni botellazos con los que respondía en sus conferencias al público irritado. Algo parecido le aconteció a Gorki, Dashiell Hammet o a Marcel Proust que no fue capaz de soportar más de un día en la Biblioteca Mazarin.
Daria Galateria achaca esta especia de fuga de la escritura a la naturaleza vampírica de la misma. Italo Svevo es un buen ejemplo: se vio forzado a abandonar la narrativa para convertirse en un buen industrial, porque si se le ocurría una sola frase, su vida activa quedaba invernada durante una semana. Otros en cambio trabajaron casi a destajo. El ejemplo paradigmático es Kafka: trabajaba como un agente de seguros diez horas al día. Al final de la jornada, agotado, era incapaz de escribir. Por eso su naufragio diario en un mundo de burócratas le producía congojas y remordimientos.
En esta guía de supervivencia para capear las borrascas del hambre encontramos veinticuatro relatos de escritores, presentados desde la perspectiva de su experiencia laboral. En el “Dramatis Personae” que no ofrece Impedimenta, estructurando estos trabajos, hay de todo: buscavidas, bon vivants, animales políticos, burócratas atormentados, engranajes del sistema y fugitivos correcaminos.
Daria Galateria seduce a sus lectores con breves radiografías en las que con unos pocos trazos reproduce la substancia de una vida, desnudándola en su convivencia con esos “otros oficios” de los escritores y fecundándola con incontables anécdotas que nos deleitan y nos hacen inferir que las vidas de los escritores contienen tantas parcelas llenas de fantasía y de color que de cada una de ellas se podría escribir una novela.
Por Francisco Martínez Bouzas