La insulsa vida de un joven teddy boy de un barrio obrero de Nottingham, que huye cada sábado por la noche de la vida alienante de su trabajo en una fábrica, emborrachándose, enredándose con mujeres, fanfarroneando y montando bronca, podría ser muy similar a la que vivió el propio Sillitoe en la misma ciudad en la época en que está ambientada la historia, en aquella Inglaterra de posguerra en la que la juventud vivía de forma nihilista, sintiendo que no había futuro ante la amenaza nuclear propia de la guerra fría —“no existe la seguridad”— y la frustración que la realidad arrojaba sobre los sueños de sus padres. Poco más había que hacer que quemar las naves cada fin de semana: pasearse sobre el filo, tensando los límites de la existencia hasta su punto de ruptura. Trabajo duro, nihilismo, provocación, dandismo proletario, alcohol (mucho alcohol), sexo ilegítimo y violencia. A eso se reducía la rabia contra un sistema que atenazaba a sus jóvenes, un sistema en el que la familia y la sociedad parecían cárceles de entre cuyos muros la huida parecía una quimera. Sillitoe recoge perfectamente la ira y el sinsentido con el que vivía aquella generación, la primera que se atrevió a rebelarse directamente contra la de sus padres, obreros acomodados, por fin, tras una dura lucha en la que los obreros alcanzan unas condiciones de vida dignas, tras pagar el alto precio de un cruel y sistemático exterminio de dos guerras mundiales.
Sábado por la noche y domingo por la mañana, a pesar de mostrar una realidad similar a la que Sillitoe nos acercaba en su posterior y más conocido relato La soledad del corredor de fondo, lo hace desde una perspectiva bien diferente: si La soledad del corredor de fondo mostraba el rencor y los pensamientos de un joven delincuente juvenil recluido en un reformatorio, con un estilo rápido y duro próximo al hard boiled, Sábado por la noche y domingo por la mañana nos muestra la realidad de un joven que destaca por su habilidad para mentir y la picaresca con un tono más amable, menos agresivo, de tal forma que podría recordarnos perfectamente a los personajes populares de los suburbios de Monterrey retratados con cierto humor por John Steinbeck en novelas como Cannery Row o Dulce jueves. Personajes para los que la vida podía resultar siempre tan ardiente como la hoja afilada de un cuchillo, presos de un destino irremisible y fatal que no cabe más que aceptar, mientras esperan el golpe de suerte que los conduzca a un cambio vital liberador. La familia desempeña en este caso el rol de una institución más, diseñada para oprimir y controlar a todo aquel que se salga un poco de los cauces metódicamente diseñados para la clase obrera. Tan alienante resulta el trabajo en al fábrica, como la vida en familia, el ejército o —por qué no— los sábados por la noche de borracheras, sexo, pequeña delincuencia y peleas callejeras
Y aún así, a pesar de la desesperanza, la rabia, la frustración y la alienación, el personaje de Arthur Seaton, que tan bien parece conocer Allan Sillitoe —quizás porque ambos compartían mucho más que las iniciales de su nombre—, se rebela contra su destino creando mundos paralelos que contrarresten la sórdida existencia en la que vive, mientras se dedica al antiguo oficio de entretejer ficción y realidad, con el fin de crear hermosos sueños con apariencia de certezas que complazcan a la audiencia, siempre ávida de respuestas válidas, no siempre más ciertas que aquellas que la dura realidad impone. Arthur Seaton, al igual que el joven autor de esta novela, sabe que no hay mentira que parezca cierta sin que encierre algo de belleza en su interior, así como no hay realidad soportable si no se adereza con mentiras bien construidas. En eso se basa el oficio más viejo del mundo, el de contador de historias. Porque, no lo duden: por más que haya quien quiera otorgar a la prostitución ese honor, ninguna prostituta llegaría demasiado lejos ejerciendo con la cruda verdad como herramienta.
La gran paradoja con la que se debate el protagonista de Sábado por la noche y domingo por la mañana es que para huir de esas cárceles aparentemente doradas en las que se ve atrapado, no parece haber otra huida que la de fundar su propia familia. Contra esa solución se rebela, mostrando ese miedo al compromiso, a las ataduras, que sin embargo pueden ser un tibio refugio ante la tempestad. Alguien demasiado acostumbrado a improvisar, a no pensar en un futuro que quizás nunca conozca, no terminará nunca de sentirse cómodo en la estricta y convencional planificación que una familia y un trabajo al uso requieren. El autor pareció encontrar soluciones al conflicto, tras su intensa búsqueda. No parece improbable que el personaje pudiera acabar llegando a soluciones similares, pero es algo que no sabremos nunca con certeza, la duda que siempre nos asalta tras el punto final de una historia.
El mérito de Sillitoe no está en retratar una sociedad obrera sólidamente anclada en estructuras familiares antiquísimas y aparentemente inamovibles en una mundo que intenta salir a flote de una guerra bajo la inminente amenaza de otra más devastadora, tampoco en reflejar el modo de vida de una juventud que vive como si el futuro no existiera, sino quizás resida —tal como el propio escritor dijo refiriéndose a John Osborne, integrante como él de la generación de los Angry Young Men— en que supo hacernos ver que “los problemas de los hombres simples son los problemas de los dioses”. Al fin y al cabo, como sabemos, el Olimpo fue creado a imagen y semejanza de los hombres.¡¡