Los años anteriores e inmediatamente posteriores a la Revolución Francesa fueron pródigos en personajes irrepetibles: los Bonaparte; Fouché, el epítome del Estado policial y represor, ese «genio tembloroso» del que habló Zweig; Talleyrand, el camaleónico padre de la diplomacia más chaquetera, capaz de cambiar de barco antes de cada naufragio; las brillantes madames De Staël y Récamier, a las que Napoleón temía más que a un regimiento de highlanders; o al general Cambronne y otros espadones, que en cada nuevo territorio que conquistaban para Francia decían: «Venimos a traeros la libertad y la justicia. Y al primero que se desmande, lo fusilamo».
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