En Los escritos irreverentes Twain se aleja de la ficción al uso para construir un texto que oscila entre la historia, la crónica, el apunte y el microrrelato, y en el que vierte toda su exasperación por el totalitarismo religioso.
El libro se compone de varias secciones en las que algunos personajes de la tradición bíblica (Eva, Satán, Sem, Matusalén) pasan revista, con diferentes estilos y miradas, bien a episodios mitológicos (la estancia en el Jardín del Edén), bien a la actitud de los hombres hacia la religión. El autor fue muy crítico y escéptico con el catolicismo protestante de los Estados Unidos de su época, y en el primero de los apartados del volumen, “Las cartas de Satán desde la Tierra”, pone de manifiesto el absurdo al que puede conducir la religión y la irracionalidad de unas personas que confían más en la fe que en sus propios principios.
El enfoque elegido es muy propicio para exprimir la ironía que tan buen juego le da a Twain: Satán es expulsado del cielo y decide viajar a la Tierra para observar el “experimento” que el Creador ha llevado a cabo en ese planeta. (Hay que remarcar, eso sí, que este Satán no es el propio de la tradición bíblica, sino que el autor imagina unos seres divinos que nada tienen que ver con los de la mitología cristiana.) Desde allí envía cartas a sus compañeros ángeles narrando lo que ve: desde lo extraño que le parece en general el ser humano hasta la extrañeza que le provoca la lectura de su libro sagrado, la Biblia. A la historia bíblica, de hecho, se dedican varias de estas cartas, diseccionando algunos pasajes que sirven a Satán (es decir, al autor) para poner en tela de juicio todo el concepto religioso.
Twain es demoledor en su visión de la práctica religiosa: Satán es mordaz en sus misivas, y aunque la sátira es extrema, lo verdaderamente atroz es comprobar la falta de coherencia y sensatez de la que hacemos gala en nuestra concepción del universo. La narración del ángel observador es cáustica, fijándose en los detalles que pasamos por alto como convencionales y que no son más que actos irracionales fruto de la ignorancia, el miedo y la soledad. Valga un ejemplo:
El Humano es una curiosidad maravillosa. […] Desde el principio hasta el final y siempre, es un sarcasmo. Sin embargo, ingenuamente y con toda sinceridad, se llama a sí mismo «la obra más noble de Dios». Esto que os digo es verdad. Y no es una idea nueva en él, sino que la repite desde tiempos inmemoriales, tanto que ha acabado por creérsela, sin que nadie en toda su raza sea capaz de reírse de ella. […] Está convencido de que el Creador no sólo está orgulloso de él, sino que le quiere, que tiene pasión por él y que se pasa las noches en vela, rendido de admiración, sí, vigilándolo y manteniéndolo fuera de peligro. Cuando reza, está convencido de que el Creador le escucha. ¿No es una idea pintoresca?
En esa línea encontramos las páginas más desopilantes del libro, a la par que también las más reveladoras: el autor muestra con descarnada claridad la sumisión del ser humano ante unas convenciones ridículas y que desafían toda lógica; la religión, en manos de Twain, se descubre como un cúmulo de despropósitos que sólo traen equívocos y desgracias.
Los escritos irreverentes es un texto de un humor terrible, pero también refrescante. La clarividencia de Mark Twain para ver lo que está más allá de las convenciones se desencadena en todo su esplendor, y tanto los amantes del escritor como los buenos lectores agradecerán este jarro de agua fría que el estadounidense lanzó en toda la cara a la puritana sociedad de su (nuestro) tiempo.
POr Sr. Molina