El último escritor en acercarse a ella ha sido el norteamericano T. C. Boyle, que recoge la desdichada peripecia del niño bestia en esta hermosísima nouvelle –Wild Child (2010)– donde traza un retrato veraz y conmovedor de la criatura, al tiempo que evoca el impacto y los debates que suscitó su descubrimiento en la Francia posrevolucionaria.
Hallado en las postrimerías del siglo XVIII por tres cazadores del Languedoc que lo encontraron en un bosque, donde sobrevivía completamente
asilvestrado, el llamado Victor se presentaba como una oportunidad de oro –pocos vieron al ser humano– para refutar o bendecir las ideas de Rousseau respecto a las bondades de la naturaleza.
Una vez apresado, el “atavismo viviente” se convirtió en “la sensación de París” e inició un calvario por orfanatos, instituciones para sordomudos o refinados salones donde era exhibido como una fiera de circo, pero también recibió la ayuda de esforzados pedagogos que intentaron inocular en el muchacholos rudimentosdellenguaje y unas normas mínimas de comportamiento.
Entre estos últimos estaba el profesor Itard, a quien se hace difícil imaginar con rasgos distintos a los de Truffaut.
Alejado de los registros cómicos que ha cultivado otras veces, el melancólico relato de Boyle tampoco condesciende al patetismo. Con estilo sobrio, preciso, descarnado, en ocasiones lírico y otras reflexivo, el narrador plantea la vieja dicotomía entre civilización y barbarie, entre los beneficios y las contrapartidas de la educación o de la propia vida en sociedad, que en el caso tristísimo del pequeño salvaje demostraron limitaciones insalvables.
Por Ignacio F. Garmendia