Y así, alternando la lectura, nos merendamos entre risas, como si nos regaláramos uno a otro cada una de las bestiales travesuras de los protagonistas, sin que el hecho de que hubieran sido escritas en el siglo XIX nos afectara lo más mínimo. Parando, eso sí, en esas palabras desconocidas que generan una curiosidad nueva por el vocabulario, y riendo con rimas graciosas y maléficas desdichas.
Pero claro, el libro está editado con mimo, y uno lo deja en el sofá, y está seguro que cada vez que se siente alguien lo volverá a abrir y leerá por el final, por el principio o qué más da, porque lo importante es que lo disfrutará.