Amasando una fortuna y reservando millones de dólares para sus excentricidades, Guy Grand es capaz de ridiculizar, humillar y dejar patente la miseria humana (¿la de quién? ¿la de los que aceptan el dinero, la del que lo da o la de ambos?) con el único propósito de salir vencedor y hacerlo con una gran carcajada. Porque este gran hombre cincuentón tiene demasiado dinero y demasiado tiempo libre. Sus extravagancias son crueles, miserables, salvajes. Él es un necio forrado de billetes. Su vida, sin embargo, no vale ni un centavo de los que regala. Vacío por dentro, aburrido de la vida, aburrido, incluso, del dinero, comete las atrocidades más increíbles para llenar los huecos que, en realidad, nada ni nadie puede o quiere llenar. Y, considerándose muy superior al resto de los humanos, derrocha el dinero y degrada al ser humano. Eso sí, innegable: es divertidísimo.
Cuando miramos a EEUU vemos: comida basura, hombres y mujeres apalancados frente a la pantalla de televisión dejando que la vida pase entre series y programas absurdos; también vemos cierta doble moral política y socialmente y una inclinación un tanto irracional y patética por las armas y la defensa; también vemos un puritanismo que sigue latente en muchos sectores de la sociedad; también vemos que las consecuencias del reinado del terror de Bush siguen siendo evidentes; vemos un país al que los huesos se le están descalcificando; un país al borde de otro crack como el del 29, o en la brecha misma ya, incapaz de reconocer que la avaricia, la especulación y el derroche los ha llevado a su situación actual. También la necedad, el mirar por encima del hombro, el creerse los mejores, tío Sam.
¿Y todo esto viene de ahora? No, claro que no. Recuerdo las palabras de una inmigrante de principios del siglo XX que decía, en referencia al sueño americano: “Cuando llegué a Estados Unidos creía que caminaría sobre aceras asfaltadas y con baldosas, y me dí cuenta de que era yo quien tenía que ponerlas.” “El cristiano mágico” no se aleja de lo que ya hiciera Fitzgerald en “El gran Gatsby”, cuando criticaba que la gente adinerada intentase conquistar el sueño americano a través del materialismo y el derroche del dinero. En realidad, Terry Southern escribió una crítica mordaz de lo que pasaba entonces, igual que Fitzgerald, y de lo que sigue ocurriendo a día de hoy. ¿Tenemos todos un precio? ¿Sólo se consigue la felicidad a golpe de talonario? ¿Volvemos a ser como esos victorianos que en reuniones y fiestas metían sus manos en los bolsillos para hacer tintinear sus monedas y demostrar, así, que tenían dinero, que eran alguien en la sociedad, que poca broma con ellos? ¿Intentaba, acaso, Guy Grand demostrar que el sueño americano no era más que un invento absurdo que intentaba engrandecer lo que bajo ningún concepto era “bueno, bonito y barato” o más bien intentaba demostrar todo lo contrario, es decir, que el sueño americano nunca sería alcanzable por los pobres de espíritu que por dinero eran capaces de hacer cualquier cosa?
–Bueno… ¿Quién sabe? –admitió Guy con franqueza–. Vivimos tiempos extraños… Tiempos, si se me permite decirlo, capaces de poner a prueba las almas de los hombres. Aunque seguro que cada uno lo hace lo mejor que sabe… ¿Qué más puede decirse?
Sea como fuere, Terry Southern es categórico en el mensaje que quiere hacer llegar a quienes lean el libro: el dinero es el opio del pueblo (tomando prestadas las palabras de Marx sobre la religión). Y lo hace, además, de una manera hilarante, divertidísima y muy canalla. La obsesión americana por el poder queda en evidencia de la mano de un adinerado perverso que provoca situaciones realmente catastróficas, sí, pero terriblemente entretenidas y graciosas. Las escasas 150 páginas de la historia no dejarán indiferente a nadie y enseñarán, a través de la risa, hasta qué punto el ser humano puede llegar a ser deplorable.
Por Ainize Salaberri