De Charles Milward, un primo lejano que acabó viviendo en Patagonia, Bruce Chatwin decía: «Lo extraordinario de Milward es que nunca ha logrado quitarse de encima Birmingham». Los suyos eran de Birmingham, y cuando quisieron encontrar un futuro para Bruce, descartaron la arquitectura, que era una de las profesiones de la familia, porque encontraban Londres muy tentador (y, además, las matemáticas no eran precisamente el fuerte del muchacho). Por lo demás, Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor, o quizás entrar en el servicio colonial. Algunos de sus compañeros de colegio habían ido a Rodesia; pero la Revuelta del Mau Mau en Kenia estaba reciente, y la madre de Bruce, Margarita, tenía un tío que había sido asesinado por un cocinero en Costa de Marfil; demasiado peligroso. Sin embargo Margarita había leído un artículo en Vogue sobre la casa de subastas Sotheby’s. El padre de Bruce tenía un cliente, un perito inmobiliario, que había vendido en Sotheby’s un Monet, que representaba un tren que pasa por un puente. El 15 de abril de 1958 Bruce escribió al director de la casa de subastas, Peter Wilson, incluyendo una carta de recomendación del cliente de su padre.
Sotheby’s era una pequeña empresa familiar por entonces, con sesenta empleados y una representación en Nueva York solo para atender la correspondencia. […] Bruce Chatwin entró como empleado en el almacén de reparto de obras de arte, con una paga semanal de ocho libras. Por la noche iba en metro a casa de sus tíos, donde vivía; nunca hablaba de su trabajo. Su tarea era quitar el polvo y mover las cerámicas, las mayólicas y los objetos tribales originarios de Europa y de Oriente. «Cada vez que había una venta me ponía mi uniforme gris y me plantaba delante de las vitrinas controlando que los potenciales clientes no dejasen las marcas de los dedos.» El asistente de las cerámicas con quien trabajaba cuenta que tenían que catalogar cerámicas chinas, esculturas romanas antiguas y también piezas de Rodin; sin embargo, Bruce se ocupaba solo de las que le interesaban. […] Chatwin sostuvo, sin embargo, que nadie le hizo caso hasta el día en que, encontrándose junto a un gouache de Picasso que representaba a un arlequín, se le acercó un señor con el pelo lacio y aire de ornitólogo que le preguntó qué pensaba; el almacenero le respondió que según él era falso. El «ornitólogo» era sir Robert Abdy, asesor de compras del banco Gulbenkian. Asombrado por una respuesta semejante por parte de un empleado de la casa de subastas, contó el episodio a Wilson, que trasladó a Bruce a sus dos departamentos preferidos, el de pintura moderna —especialmente los impresionistas— y el de antigüedad, que Wilson catalogaba personalmente. Bruce ocupaba un pequeño estudio semienterrado, tenía una secretaria y recibía dos veces por semana a un experto, John Hewett. Hewett era socio y amigo desde mucho tiempo atrás de Wilson; era un marchante de Bond Street elegante, pelo y barba a cepillo; llegaba sacando del bolsillo un pequeño objeto, que podía ser una concha o una rarísima pieza de arte y miraba a Bruce con los ojos bovinos, para que compartiese su entusiasmo. Fue un maestro para Bruce; sostenía que las creaciones de la naturaleza eran bellas y exquisitas como el arte. Era un «heterosexual rampante», que procedía de una clase social baja y que conservaba en el acento «un toque cockney». El abuelo realizaba mudanzas en una carreta, él había sido jardinero y soldado de la guardia escocesa en Argelia; experto en tapices del siglo xv, amaba los objetos tribales y primitivos. Hewett enseñó a Chatwin a mirar los objetos a fondo, intensamente. La secretaria decía que «Bruce observaba las cosas bajo todas las luces incluso cuando no se podía más, pero el resultado era que nunca se olvidaba de nada». Un día un diseñador, John Stefanidis, le habló a Bruce de unas sillas que había visto en la Villa Malcontenta que deseaba copiar. «Yo tengo todas las medidas», le aseguró, de memoria, Chatwin. Chatwin fue un alumno extraordinariamente veloz. En una entrevista le preguntaron cuánto había tardado en convertirse en experto en impresionis- mo; «un par de días, diría», respondió. Tenía ojo, mucha intuición; un día entró en una tienda de Ludlow, y fue derecho a lo que el propietario consideraba un bastón de paseo: era en realidad el asta de la bandera de la embarcación del Dogo. Hacía algunos negocios privados; «¿qué debo hacer?, ¿vivir del aire?», escribió después en ¿Qué hago yo aquí? Entró en contacto con el mundo extraño y opulento de los coleccionistas. Robert Erskine —que era un ex-Etoniano— se dedicaba, sobre todo, a comerciar con monedas antiguas; con Bruce hizo una especie de sociedad. Él aportaba el dinero para comprar los objetos, Chatwin, la lista de los clientes de la casa de subastas; los beneficios se dividían a partes iguales. Cuando fue nombrado director, Sotheby’s pretendió que Bruce acabase cualquier relación con Erskine. El crítico Ted Lucie-Smith, con el que Chatwin iba el sábado al rastro de Portobello, decía que su famoso «ojo» consistía en el conocimiento del Museo imaginario, de Malraux y del Arte sin época (1934), de Ludwig Goldscheider, con su rechazo a la «jerarquización» entre el arte popular y las consideradas «culturas superiores». Un día que su superior en los impresio- nistas estaba fuera, Bruce realizó el catálogo. De un día para otro, se convirtió en el experto en la materia en Sotheby’s; debía «comenzar a aprender muy deprisa». Era un área importante, porque los impresionistas gustaban a los armadores griegos y a las estrellas de cine; los colegas estaban envidiosos. Chatwin sin embargo cultivaba a los clientes ricos. Era seguro, y había aprendido algunos trucos del oficio. Una vez que le preguntaron su parecer sobre un bronce indio del siglo IX, Bruce se sacó un alfiler de la solapa de la chaqueta y ralló la pátina. Era también temido. En una galería de Nueva York vio un caballo de bronce con una evidente línea de sutura. «Los griegos nunca practicaron esta téc- nica», dijo. La pieza fue retirada. En una subasta de Impresionistas de Sotheby’s preparada por otro, señaló un dibujo de Renoir, un desnudo. «Es falso», dijo: «y este y este». Los dibujos fueron reexaminados, y retirados de la subasta. Otra vez vio, todavía en el suelo, un Pollock. Es falso, aseguró. «Déjame en paz», dijo el curador. Cuando apareció el catálogo, la tela se denunció como falsa; Chatwin estaba triunfante. A Bruce le gustaba también viajar para peritar las obras, o buscarlas, durante las vacaciones, en los países de origen. Aprendió de los indígenas a viajar ligero, a liberarse de los objetos —tras tantos años en los que los había visto coleccionar.