Londres estaba precioso aquel verano», así arranca Westwood, de Stella Gibbons, una novela encantadora sobre el amor y la nostalgia bajo las bombas a lo Jane Austen que acaba de editar Impedimenta con su habitual buen gusto. Abro el libro en el salón de té del Brown’s, el hotel más antiguo de la ciudad, célebre porque Franklin y Eleanor Roosevelt se hospedaron allí durante su luna de miel, y porque sus porteros -con chistera y clavel- utilizan palabras como sensitive y leen a Kipling. La escena podría haber sido preparada al estilo Vila-Matas: tan sólo para poder escribirla después. Pero es casual. Aún no es verano pero en verdad Londres está precioso y capitalino, exultante aunque sobrio a pesar de sus banderas colgando en las calles nobles, en una especie de Navidad patria para celebrar el jubileo de la reina y después los Juegos Olímpicos.
Siempre fui más de París que de Londres, de Chanel, Rodin y los macarons de Ladurée, de los perfumistas del Palais Royal, la tumba de Morrison, la Closerie des Lilas o el champán a borbotones en L’Avenue, donde he visto cenar a Polanski -ya libre- con muchacha, y a Keith Richards en familia. Me parecía antipática la vida londinense bajo un paraguas, las calles antracitas, los días cortos, la dolorosa exhalación de la campiña con su verde violento. Pura ignorancia. Londres, con y sin sol, hoy resplandece desde sus museos, tan magníficos como accesibles, hasta sus reliquias como la zona de Clerkenwell donde vivió Dickens o la insinuante torre de Foster. Sus gentes ejercen un modélico civismo y parecen tolerarlo todo con su atemperado fair play, excepto la vulgaridad. La ciudad preferida por el dinero en la eurozona, y con una oferta cultural desbordante -«le tout París son 10.000 personas, le tout Londres, 8 millones», señalaba John Carlin en El País Semanal-, ha demostrado su capacidad para renovarse.
Esa es su gracia, la combinación de la flema británica anegada en tes y whiskies, y el barniz contracultural, tan consentido, como los ceniceros malolientes de Damien Hirst ahora en la Tate Modern. Porque más allá del famoso tiburón disecado, en esta primera antología del arte bufo destaca la afición del controvertido autor por las colillas de cigarros, de las que dice sentirse atraído por su polaridad: de la perfección del cilindro al asco y la muerte cuando se apaga. La exposición produce mareo, aturde, y tan sólo hay media tregua en la habitación húmeda con fruta madura donde revolotean unas mariposas. Al salir, hay que ir a ver los Turners en la otra Tate para recomponerse. Y seguir paladeando la excentricidad londinense, así como su proverbial elegancia, tan concentrada en los calcetines masculinos.