Porque Gibbons no ha perdido, pese a lo que pueda parecer, ese toque malvado que tan popular la hizo en «La hija de Robert Poste» o en «Flora Poste y los artistas». Sin embargo, es una novela muchísimo más desarrollada en la que las descripciones son, posiblemente, lo más sublime de la novela. El elenco de personajes, dispares unos de otros como en sus anteriores novelas pero mucho más comedidos y reales, quizá, forman una historia que agita vidas privadas y propias en un Londres en el que, con la guerra, todo parece de todos; un Londres en el que el servicio comienza a ser la piedra angular sobre la que se sustentan las desgracias de las familias. Es decir, una sociedad muy de los años cuarenta, perdida absolutamente en la desfiguración no sólo del mundo hasta entonces conocido sino también de unas entrañas hasta entonces conocidas. Un mundo en el que la protagonista, Margaret Steggles, representa lo que aún era posible en medio de las bombas y las heridas abiertas: la ensoñación, el fluir de una mente que, parece, nadie más que ella entiende. Estar en las nubes constantemente.
Las casas que Gibbons describe en la novela son, en realidad, cuevas que guardan en botellas de cristal gritos ahogados: insatisfacciones, miedos, muerte, vejez, religión, besos, sangre, bombas, music halls donde cantan alemanas que rememoran sangres demasiado latentes, y muchas, muchísimas cosas más. La novela, que contiene una fina ironía hilada con los mejores hilos que la posguerra y las cartillas de racionamiento permitían, revela, con la parsimonia de un fotógrafo que sabe que el cuarto rojo es el tiempo perfecto, las dudas y abismos de todos y cada uno de sus personajes, desnudándolos poco a poco ante una lengua que intenta, por todos los medios, ser lo menos viperina posible. «Westwood» es la novela que ahonda en las relaciones de poder y dinero frente a un paisaje desolado en el que resuenan bombas que nunca sabemos muy bien dónde caerán. En unos años en los que el peligro era el pan de cada día, en los que el olor a pólvora y a vidas derruidas a golpe de cemento y escarcha eran las pesadillas sonoras de tantísimos habitantes del mundo, Stella Gibbons crea una historia que haga olvidar, al menos por unas horas, las desgracias que asolan a los países en guerra. Leída ahora, con la perspectiva de los años y la seguridad de la metralla escondida en zulos morroñosos de países infernales, nos recuerdan a escritoras victorianas que ponían el amor por bandera para las que lo más importante era el anillo en el dedo anular y la seguridad de una casa en la que nunca mandarían. La seguridad, por tanto, del poder, que es lo que predomina en los personajes de la novela; desde Hilda, su amiga más antigua, pasando por Zita, criada refugiada en la casa Westwood, hasta la niña que cuida por un corto período de tiempo, Linda; todos ellos ejercen, queriendo o no, una suerte de influencia en una Margaret Steggles que, como las bombas, las balas y las trincheras, se halla perdida entre conciertos clásicos, amores imposibles y sentimientos de adolescente. El poder, por tanto, se bate en duelo con los temblores del cuerpo de Margaret, sacudida en su fuero interno por lo que no posee y ansía.
Las canciones de la segunda mitad del programa eran aún más hermosas que las primeras, pero, poco a poco, se fue dando cuenta que la profunda tristeza que transmitían estaba desmoralizándola en cierto modo, y de que había algo en aquellos ruiseñores, en aquellos lagos y aquellas antiguas ciudades en torno a las cuales se tejían sus historias que le helaba la sangre. Bajo la aparente calma, detectaba un toque de desesperación insana, y en el fondo de aquellas exquisitas arias acechaban imágenes de cementerios, de muerte, de lánguida tristeza, bajo las que solo encontraba ternura desconsolada. El pasado que nunca volverá, la tranquilidad de los muertos y los días en los que el desconsolado poeta aún saboreaba las delicias del amor eran motivos que aparecían una y otra vez en medio de un derroche de belleza que encontró extrañamente perturbador, así que, cuando la cantante abandonó el escenario después de una serie de bises cuyos títulos había anunciado con su precioso acento, Margaret no hizo amago de levantarse y dirigirse hacia la salida junto con el resto, sino que permaneció sentada, inmóvil y perdida en sus pensamientos, mientras Zita se ponía con brío la bufanda y los guantes y se miraba su larga nariz en un espejito. Una vez fuera, en las oscuras calles, mientras caminaban hacia el metro, Margaret iba sumida en un silencio meditabundo.
El rubor en las mejillas de Margaret, su capacidad desorbitada por defender, sin pretenderlo, la inocencia más pueril y desdichada, recuerdan a una Jane Austen que, seguro, no perdió ripio de la historia desde donde quiera que se encuentre. Lo que es más, posiblemente Jane Austen ejerciese algún tipo de influencia en la despiadada Gibbons para conseguir que sus personajes, todos, sufriesen más de la cuenta. Aún más, «Westwood» sería, sin duda, la novela que Gibbons y Austen hubiesen escrito en largas tardes de té y pastas inglesas en la campiña británica, rodeadas de páramos, de Steggles y de Darcys. Sea como fuere, «Westwood» es la novela de la nostalgia, del amor, del poder, de la ensoñación, y del Londres tenebroso. También de las descripciones sublimes. Y de la sátira en el dobladillo de las prendas de Margaret. Y también el intento por recuperar la gracia, el encanto y frescura de una sociedad hundida en el dolor propio y ajeno.