La Segunda Guerra Mundial está en un punto álgido, y su propio hermano debe servir a su país luchando en el frente europeo. Pero el terrible conflicto bélico no preocupa demasiado a una Margaret a la cual un hecho casual pondrá en contacto un joven pintor de éxito que resulta ser yerno de Gerard Challis, un dramaturgo de gran éxito por el que la joven profesa una admiración que se convertirá en verdadera adoración cuando tenga la fortuna de conocerle en persona.
El señor Challis vive en Westwood, una mansión que resulta estar muy cerca del nuevo hogar de Margaret, quien no tardará en entablar amistad con una refugiada judía que trabaja en la casa. Así, poco a poco, tendrá la oportunidad de conocer a los Challis y descubrirá que, en ocasiones, los ídolos se sustentan sobre pies de barro.
Margaret Streggles es una mujer con un concepto demasiado bueno de sí misma, que cae con facilidad en ensoñaciones escapistas y poseedora una vena servil que puede llegar a considerarse patética. Llevada por una concepción romántica del arte y sus creadores, idealiza a un Gerard Challis que acabará revelándose como un ser egocéntrico, pedante y mujeriego. Y a pesar de soñar con un amante ideal, estará dispuesta a aceptar (y magnificar) cualquier muestra de cariño venga de quien venga, consciente de su falta de atractivo (evidente, sobre todo, al compararse con la exuberancia de su mejor amiga Hilda).
A través de las experiencias de Margaret, Gibbons nos ofrece un retrato ciertamente negativo de la alta sociedad inglesa, por medio de una serie de personajes que, como Challis, hacen gala de defectos evidentes. La esposa del dramaturgo es indolente y superficial; su hija Hebe tiene tres niños, pero prefiere divertirse con sus amigos y admiradores antes que ejercer de madre; y el pintor Alex Niland, esposo de Hebe, antepone el arte a su propia familia. Todos ellos tratan con condescendencia a Margaret, a la que toleran porque la necesitan, pero a la que no valoran más que a una de sus sirvientes. Y la joven, ciega al principio a la realidad, dedica cada vez más tiempo a acudir a Westwood en detrimento de sus deberes para con sus alumnas y su familia, todo a cambio de algo tan banal como tener el placer de compartir escasos momentos con Challis o sus parientes.
Ya he comentado en alguna ocasión que hay libros que se leen frenéticamente, devorando página tras página de forma compulsiva. Por otro lado, están esas obras que uno disfruta lentamente, recreándose en cada capítulo y retrasando deliberadamente el momento de enfrentarse al que cierre el libro. Westwood pertenece, en mi opinión, a esa última categoría. Stella Gibbons consigue desde un primer momento capturar la atención del lector, construyendo una serie de personajes llenos de vida y situándolos en unos ambientes que describe con prosa elegante y sosegada.
Westwood es la primera novela de la autora británica que leo, pero no será la última. Impedimenta también editó en su día La hija de Robert Poste y Flora Poste y los artistas, y publicará próximamente Nigthingale Wood, así que todavía me quedan unas cuantas citas pendientes con la señora Gibbons. Estoy seguro de que las disfrutaré enormemente.
Por José Rafael Martínez Pina