EL AUTOR
Madrileño, soltero pero bien o maravillosamente bien acompañado y recién entrado en la cuarentena, he aquí los datos mínimos de un falso joven de profesión incierta al que no le cuadra otro oficio que la literatura. No porque no los ejerza o haya ejercido -en sus dos primeras novelas aparecen algunos de ellos-, sino porque para un escritor genuino, como es el caso de Fernando San Basilio, cualquier otra dedicación es sólo un pasatiempo más o menos pasajero, remunerado y soportable. Estudió Filología y estudió Periodismo, pero su verdadero aprendizaje han sido no las calles, como suele bobamente decirse, sino las bibliotecas públicas y, sobre todo, el rosario de ocupaciones efímeras que han afinado su experiencia hasta convertirlo en un probado conocedor y caricaturista de las relaciones laborales. A San Basilio no le cuadra tampoco la categoría de autor de culto, aunque de hecho lo sea, en primer lugar porque no le van las etiquetas, pero aún más claramente porque no responde a esa imagen de genio doliente, minoritario, incomprendido o apenas inteligible. Su forma de contar, que gana adeptos sin necesidad de grandes campañas de promoción, se caracteriza por una facilidad engañosa que es preciso degustar con calma.
LA OBRA
Con esta de ahora, San Basilio ha publicado tres novelas: Curso de librería (2006), Mi gran novela sobre La Vaguada (2010) y El joven vendedor y el estilo de vida fluido (2012). Las dos primeras tienen en común el uso de la narración en primera persona. Las dos últimas, la brevedad y el hecho de que su trama gire en torno al centro comercial La Vaguada, situado en el barrio del Pilar de Madrid que San Basilio frecuentó cuando era niño. De entonces, ha dicho el autor, perdura el olor a gofre, que no es la magdalena mojada en el té pero remite como ella a otro tiempo perdido. Episódicas, desenfadadas y educadamente corrosivas, las novelas de San Basilio comparten la ligereza, el buen humor y una melancolía de fondo que se manifiesta en el modo como sus personajes, pese a los sucesivos contratiempos, no renuncian a buscar ocasiones placenteras, por más que asuman de antemano la derrota o entiendan que esta, inevitable, tampoco les exime de intentarlo. A Constantino Bértolo, el veterano editor de Caballo de Troya, y ahora a Enrique Redel, de Impedimenta, les cabe el honor de haber apostado por un escritor relativamente tardío que nos va a deparar muchas tardes de gloria.
LA TRADICIÓN
Habría lo primero que citar a Mark Twain, uno de los grandes de la lengua inglesa. Pocos autores como el norteamericano han ejemplificado esa mezcla de escepticismo y mirada irreverente con la celebración de la ingenuidad, que es, sí, uno de los modos de designar la inocencia, pero también, como deja claro la etimología, sinónimo de nobleza. Twain es la nostalgia de la infancia, el deseo de aventura y una visión crítica pero no adoctrinadora. San Basilio ha mostrado desde siempre su devoción por el escritor de Missouri, pero en sus libros es además visible el gusto por lo infraordinario de Perec -los escenarios cotidianos, la atención por las pequeñas cosas- y el espíritu disolvente de aquellas primeras novelas de Kingsley Amis, John Braine o Alan Sillitoe, los jóvenes airados de los cincuenta, mucho más desprejuiciados -y por ello mismo transgresores- que sus herederos de la década posterior, demasiado crédulos y en el fondo biempensantes. Entre nosotros, dejando aparte el lúcido articulismo de Camba o Pla, la generación de los Jardiel y compañía o determinados autores actuales como Landero, Mendoza y Orejudo, el humor no ha sido un registro especialmente cultivado ni prestigioso, tanto menos en su variante no escatológica. En ciertos aspectos San Basilio es un escritor castizo, o sea españolísimo, pero en su personal concepción del humorismo se muestra felizmente deudor de la tradición anglosajona.
EL ESTILO
O el hombre, o viceversa. Autor y narrador comparten muchas cosas, en las novelas de San Basilio, pero si hay algo que los caracteriza a ambos es su desdén por las acuñaciones consabidas. Escribir es saber decir, desde luego, pero también saber oír o saber escuchar. Y saber mirar. La mirada de San Basilio es por una parte desmitificadora y por otra mitificante: lo primero cuando caricaturiza las actitudes solemnes, las frases pretenciosas o los tópicos mil veces repetidos; lo segundo cuando eleva a grandes categorías los sucesos ínfimos y los anhelos vulgares de la gente anónima. Para lo uno y para lo otro el vehículo es la ironía, pero en las dosis justas, que excluyen la invectiva desalmada, el retrato denigrante o el sarcasmo feroz. Podría decirse que San Basilio ama a sus personajes, no sólo porque no los maltrata ni se ríe de ellos, sino porque guarda para todos, incluso los menos ejemplares, una palabra amable. El talento del autor para montar escenas o su capacidad para la crítica de costumbres -de donde el trasfondo moralista que es inherente a toda propuesta humorística que merezca ese nombre- ya eran visibles en sus entregas anteriores. El joven vendedor y el estilo de vida fluido supone un paso más allá -léase el antológico primer párrafo- en lo que se refiere a la preocupación por el lenguaje, que ha extremado la búsqueda de la palabra exacta y ganado en ritmo e intensidad, sin perder la levedad donde se cifra su mayor encanto.
EL MUNDO
Parece que esta tercera novela no será su última incursión en La Vaguada, pero hablamos, en todo caso, de Madrid, la ciudad natal del escritor y el centro de su universo literario. No el Madrid de los edificios suntuosos, sino el de los lugares sin historia o el de los no lugares, donde la vida se confunde con su simulacro. Por lo mismo que prefiere la taberna de barrio al café centenario o el bar de moda, San Basilio se fija en los arrabales, en el joven donnadie que atiende en la tienda empotrada o en sus vecinas las alegres muchachas del bloque, no para denunciar las injusticias del capitalismo salvaje -que en ese registro ya tenemos a otros haciendo caja- sino para hacer ver que también entre ellos, faltaría más, alientan los sueños, y que estos tienen la misma sustancia que los de los personajes de Shakespeare. Por eso, donde los narradores concienciados encontrarían mil razones para seguir ejerciendo de predicadores autosatisfechos, San Basilio se limita a celebrar la vida sin perder la sonrisa, el rato de ocio arrancado a la rutina alienante, la perspectiva de tomar una bebida sin pagar por ella o la ingenua convicción de que un libro puede cambiarte para siempre. No es así, por supuesto, aunque sería bonito, y de hecho una de las pocas razones para mostrarse optimistas en estos tiempos sombríos es saber que la «comedia humana» de San Basilio -como la ha llamado Redel- no ha dado más que sus primeros pasos.