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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La decadencia de oriente (vista desde occidente)

En 1849, el joven Gustave Flaubert emprende su viaje a Oriente. En la biografía de Flaubert hay tres viajes esenciales: a los Pirineos, Italia y, finalmente, este viaje por Oriente que duraría veinte meses. La primera parada era Egipto.

Estos tres grandes viajes de Flaubert fueron también sus tres grandes salidas al mundo. Fuera de éstos, pasó la mayor parte de su vida en su casa de Rouen con algunas escapadas a París. Flaubert decidió su destino en la juventud. Había escogido la soledad y soñar con Oriente. Afirmó que había optado por dedicar su vida a leer, a fumar y a escribir y completó la metáfora diciendo «como un oso». A veces no era fácil saber de qué estaba hablando Gustave Flaubert.

Aunque escogió la vida de soledad, Flaubert sentía que este viaje a Oriente era una necesidad. Oriente siempre había sido su referencia. Aunque se le recuerda sobre todo como un escritor de la vida burguesa en Francia (gracias a Madame Bovary, claro, pero también gracias a La educación sentimental) Flaubert ambientó muchas de sus obras (casi la mitad de su producción, de hecho) en Oriente. Ahí están Salammbô, dos de los Tres cuentos y las distintas versiones de La tentación de San Antonio, la primera de las cuales fue escrita antes de haber emprendido su viaje oriental. Esa versión, que incluía escenas localizadas en Egipto, fue la que expuso al juicio de Louis Bouilhet y Maxime du Camp, que coincidieron en señalarle que el lugar más apropiado para almacenar ese libro era la chimenea, siempre y cuando ésta estuviese encendida.

Los amigos de Flaubert le aconsejaron que, una vez reducido el libro a cenizas –cosa que debía ser su máxima prioridad– sería conveniente que se embarcase en algún tema que pudiese ponerle freno a su desbordante imaginación, por lo que lo mejor sería que emprendiese una novela acerca del tema más mundano que se le pasase por la cabeza. Lo que se le pasó por la cabeza fue Madame Bovary, pero antes de eso, Flaubert conoció Oriente.

No resulta extraño que el Oriente que Flaubert se encontró fuese muy parecido al Oriente que esperaba encontrar. Joven, pletórico de literatura, de romanticismo y de sed de aventuras, habríamos podido poner a Flaubert a pasearse por una fábrica de cajas de cartón de nuestros días y nos la habría descrito con detalles llenos de lujo, boato y esplendor. El joven Flaubert recorrió un Oriente que, en su mayor parte, es un Oriente de cuento.

Eça de Queiroz tiene mucho en común con Flaubert. Ambos se han considerado los máximos exponentes del realismo en sus respectivos países cuando, de hecho, ambos son los asesinos del mismo. El arma utilizada fue, en ambos casos, la del naturalismo. El asesinato del realismo por el naturalismo es, a día de hoy, uno de los crímenes más perfectos de la historia de la literatura. El asesino naturalista se colocó en el cuerpo del realista con total naturalidad y comenzó a desempeñar sus funciones hasta suplantarlo. Muchos no se dieron cuenta de la sustitución hasta mucho más tarde. La relación de Flaubert y Eça con el naturalismo, en cierto sentido, narra la historia del mismo. Flaubert fue su precursor, aunque lo negó. Nunca acabó de entender lo que le proponían aquellos jóvenes, que tanto lo admiraban. Eça fue un innovador en Portugal, pero casi un epígono en el contexto europeo. Su obra entronca con la gran narrativa finisecular, con el decadentismo. Hay conexiones, que no sé si han sido bien exploradas, entre la obra de Eça y la de Thomas Mann o incluso el mucho más tardío Lampedusa.

Otra cosa que tienen en común Flaubert y Eça era Oriente.

Si Flaubert se dejó engatusar por Oriente, por sus fábulas y por su esplendor la primera parte de estas Estampas egipcias nos devuelven a un Eça en una posición similar. En las primeras páginas del libro nos encontramos a un Eça joven. Periodista impulsivo, que ha impactado en Lisboa con sus Prosas bárbaras, Eça ha llegado a Egipto para cubrir la inauguración del canal de Suez. En la mochila carga la ambición y la confianza en su estilo y también una imagen de Oriente que cae sobre todo cuanto ve. Es como una plantilla que se coloca sobre el dibujo original para comprobar si las formas se han definido con precisión. Desde el principio, Eça comprueba que, aquí y allá, algunos trazos no se corresponden.

En la primera parte del libro asistimos a Eça trazando la crónica de su viaje. El joven narrador no se resiste a dar rienda suelta a la potencia de su estilo, todavía por depurar, espléndido y a ratos impreciso. El texto está salpicado de descripciones rápidas, luminosas, exuberantes… Al fin y al cabo, eso es Oriente, ése el Oriente que ha ido a buscar, un lugar imaginativo, imprevisible. Es un Oriente de aventuras. Como es un narrador honesto, que además ha ido a Oriente en calidad de periodista, Eça no deja de apuntar las contradicciones que encuentra, los abusos que sufren los campesinos egipcios, la corrupción con la que topa allá donde va y que, a poco que escarba, descubre que es el auténtico falso sostén del país, el mástil que sostiene la imagen pomposa de Egipto a ojos de Occidente, pero que no es más que una madera quebradiza que, ya ahí, intuye que acabará por romperse.

El joven Eça viajó a Egipto por primera vez casi veinte años después que Flaubert y la crónica que nos entrega es casi como la prolongación del viaje de éste. El sueño de Oriente, en el viaje de Flaubert, ya se intuye con un fondo oscuro. Lo sensual es rijoso en cuanto se giran los cuerpos. La luz deslumbra, pero también brilla sobre la descomposición. En Flaubert el sueño está habitado de monstruos, pero son monstruos, hasta cierto punto, inherentes al mismo sueño, son monstruos inevitables, son la cruz de la moneda. El viaje de Eça es el principio del despertar del sueño. Las imágenes horribles no son ya las propias del sueño, sino que son las imágenes del despertar, la aburrida trivialidad de la corrupción, el odioso enfangamiento del abuso.

La segunda parte de las Estampas egipcias, el artículo titulado «Los ingleses en Egipto» son el final del viaje. Ese viaje que empieza con el sueño romántico de Flaubert (que viene de principios del s. XIX) y termina en la denuncia de Eça.

«Los ingleses en Egipto» no recoge un viaje, sino un análisis. Es un largo artículo de opinión. El portugués analiza y explica las circunstancias que rodearon al bombardeo de Alejandría por el ejército inglés. Han pasado varios años desde la inauguración del canal. Egipto, apenas unos años atrás, había sido un país con la máxima consideración de las potencias occidentales. Los esfuerzos industrializadores del país eran objeto de alabanza por la prensa europea. La riqueza del territorio, las posibilidades del comercio y el amplio abanico de negocios que ofrecían a los europeos eran aplaudidos por los habitantes del viejo continente. Estudiantes egipcios eran enviados por centenares a las universidades europeas para contribuir al esfuerzo modernizador del país. Hasta que, de repente, todo se vino abajo. Casi de la noche a la mañana se descubrió que, lo que parecía un esfuerzo modernizador, había sido una dilapidación de la riqueza del país, embarcado en mil industrias que no daban fruto más que para quien las emprendía y, luego, las abandonaba. Los excelentes negocios europeos consistían, sobre todo, en ocupar puestos en la administración y recibir excelentes prebendas por cargos, en el mejor de los casos, insignificantes. En el peor de los casos, inexistentes. Egipto se levantó cierto día y se encontró con que, en su puerta, las potencias europeas exigían la factura de una enorme fiesta que la mayoría de ellos ni siquiera había disfrutado. El campesino egipcio se había limitado a poner la mesa, lavar los platos y, cuando todo estaba terminado, se encontró con que los europeos entregaban graciosamente al país una enorme cuenta a pagar.

Eça nos relata cómo el caldo de cultivo de la injusticia hizo germinar un nacionalismo, no demasiado agresivo –incluso muy razonable, en la opinión del portugués– que, sin embargo, Inglaterra no estaba dispuesto a tolerar. Después de haber asistido como invitado de honor a la fiesta de la prosperidad egipcia, Inglaterra, por entonces la máxima potencia mundial, exigía que Egipto se comportase con los modales sumisos de un buen sirviente. Cuando empezó a sospechar que Egipto podría empezar a desviarse de la conducta deseable, aprovechó unos disturbios locales para enviar una poderosa flota, que pudiese ayudar al país a salir de la anarquía en la que supuestamente se encontraba. Con la flota en las puertas de Alejandría, Inglaterra arguyó uno de los casus belli más originales de la historia, tanto que hubiese sido incluso divertido si no fuese por las consecuencias posteriores. Ante la visión de una poderosa flota extranjera en las puertas de su ciudad, los egipcios consideraron que sería juicioso reparar sus fortificaciones. Inglaterra concluyó que, la defensa de las fortificaciones de Alejandría era claramente un peligro para su flota y exigió la paralización de los trabajos. Como los egipcios consintieron las reclamaciones inglesas, éstos tuvieron que esforzarse para encontrar algún indicio de que éstas habían sido, de algún modo, desobedecidas. Finalmente dos operarios limpiando un cañón fue toda la justificación que los ingleses necesitaron para abrir fuego e iniciar la liberación de Egipto de su propia anarquía.

En 1882 los cañones de la flota inglesa bombardearon la ciudad de Alejandría. Los cañones ingleses se centraron en la destrucción de las fortificaciones que protegían la ciudad. Sólo algunas balas se perdieron más allá de las murallas e impactaron contra los barrios de la ciudad. Al día siguiente los ingleses se encontraron dos cosas. Primero, que los egipcios, incomprensiblemente, habían incendiado el barrio europeo de Alejandría, con lo que quedaba probado que la anarquía reinaba en Egipto y que era necesaria la intervención militar en el país. Segundo, que las murallas habían sido, efectivamente destruidas. No advirtieron que, bajo ellas, quedaba sepultado el último resto del sueño novecentista del Oriente. Amanecía el s. XX en Alejandría.

Por Miguel Carreira