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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Los dibujos que se leen

Cuando era pequeña, Sara Morante dibujaba en los márgenes de las páginas. Esa práctica infantil se ha convertido, previo paso por el filtro de la sofisticación, en su oficio, que experimenta un momento efervescente. Desde que publicara hace dos años Diccionario de literatura para snobs, no ha parado de trabajar, y las editoriales más exquisitas se pelean por esa lectura paralela que la ilustradora donostiarra consigue con sus dibujos.

Si se le pregunta por la edad dorada de la ilustración, Morante se acuerda de Aubrey Beardsley, y sus hermosos dibujos en tinta, que embellecieron el siglo XIX. Pero este tampoco parece un mal momento para la ilustración en la literatura para adultos, quizá porque, como apunta Morante, «aún no ha saltado al libro electrónico» y por un vínculo no probado pero muy razonable: «Creo que a los que les gustan los libros ilustrados son fetichistas del papel».

La ilustradora donostiarra ya ha confeccionado varias portadas en Francia, aunque, de momento, no ha tenido suerte con la propuesta que lanzó a las editoriales galas para Irène Némirovsky, a la que admira, como a otros representantes de la literatura de entreguerras, uno de sus periodos literarios predilectos.

Porque, además de colaborar con la prensa, como el diario argentino La Nación, y los encargos que recibe sin cesar, desde que se publicara hace dos años el Diccionario, -una apuesta personal de Enrique Redel, el editor de Impedimenta-, ella hace también sus propias propuestas, lo que explica su alto ritmo de trabajo.

Suele invertir un par de meses en cada libro, aunque en Los zapatos rojos, el relato inmortal de Hans Christian Andersen, precisó cinco, trabajando por las noches (era verano) y durmiendo tres horas. «¡Pero no me quejo! Sarna con gusto…», aclara.

Durante dos semanas perfila personajes, pero no hace bocetos, algo que exige una paciencia extra a los editores que no suelen ver el trabajo hasta el final, ni saber de qué va a tratarse ni cuánto ocupará. Es un proceso «caótico», como todo hecho artístico. «No solo no programo lo que voy a dibujar, sino que jamás dibujo lo que tengo en mente; siempre se metamorfosea en el proceso. Vamos, que en mi cabeza imagino una ilustración y luego es diferente», explica con una sonrisa.

Clásicos y autores vivos se cruzan en su prolífica producción y con todos mantiene una excelente relación: los muertos no salen de sus tumbas y sus contemporáneos han sido muy respetuosos, y le permiten hacer esa «lectura paralela» en la que puede erigirse la ilustración cuando es notable. Lo último que ha imaginado es Xingú, de Edith Wharton, y lo próximo, las estampas para una serie de microcuentos «muy macabros y góticos» de Patricia Esteban Erles, plagados de «muñecas autómatas, niñas amortajadas y porno fantasmagórico». «¡Esto sí que es ilustración para adultos!», bromea. El editor (Páginas de Espuma) les ha transmitido a ambas que le dan «mucho miedo».

Sus tres últimos libros trazan un viaje: de la Inglaterra de finales del siglo XVIII a la Dinamarca del siglo XIX y a Estados Unidos de principios del siglo XX. Un aviso antes de hacer la maleta: el estilo de Morante es generoso con los observadores, que podrán detectar un cuadro famoso, un retrato de Lutero escandalizado, la familia real de la época, un particular skyline de Copenhague y hasta a Amy Winehouse.

‘los watson’ La «más dulcificada» de las tres propuestas, Los Watson de Jane Austen, es una novela inacabada -probablemente la abandonó a causa de la muerte de su padre, ocurrida en 1805- que Nórdica ha optado por completar no con el texto postizo que una de sus sobrinas añadió avanzado el siglo XIX, sino con una escueta nota de James Edward Austen-Leigh, sobrino y biógrafo de la autora, que revelaba el destino que Austen había planeado para sus personajes.

El cambio de registro es consustancial a una artista que procura experimentar en cada libro. Del rojo y negro se ha lanzado a la gama completa de color -«quería demostrarme a mí misma que podía manejar otras paletas»-, pelea por «mejorar la expresión» de los rostros y prestar atención a los escenarios -algo complicado para una admiradora de la figura humana- hasta conquistar lugares comunes como los bosques de árboles sin hojas y las casas antiguas.

A Morante le costó «muchísimo» entrar en la prosa austeniana, hasta que descubrió que la mirada inquisitiva de Emma Watson era la de la autora, percibió su «ironía» y la «defensa de la independencia de las mujeres». En esa «lucidez» y en la «coherencia» con la que manejó su vida, Morante halló el vínculo para adueñarse del universo de la escritora británica.

‘los zapatos rojos’ Para contar con imágenes una de esas historias que no se olvidan, la artista recurrió al expresionismo nórdico e indagó en el luteranismo con el propósito de entender la historia personal del autor -Andersen poseía una complicada biografía: «un homosexual luterano que mantenía correspondencia amorosa con otros hombres»-, comprender lo que quería contar, y esa antimoraleja: «Si la haces, la pagas, no hay caridad cristiana y la vanidad es un pecado capital». La ilustradora cita a Bruno Bettelheim, autor del célebre psicoanálisis de los cuentos de hadas. «Bettelheim habla de los niños de los años 50 pero es válido para hoy porque los padres intentan aislar a los niños de todo mal, se edulcora a los villanos, a lo Walt Disney. Los niños no tienen referencia del mal y cuando se hacen mayores, la realidad los apabulla -analiza Morante-. Andersen no edulcoraba nada, y en ese sentido dibujo no solo lo que él dice, sino lo que creo que quiere decir».

‘xingú’ En esa tarea casi de médium, Contraseña quería «una traductora y una ilustradora con mala leche», que hiciera juego con la que aplicó Edith Wharton a Xingú. Los rojos-azules se asoman a esta novela «moderna y ácida, como su autora», en la que Morante se recrea retratando el entorno de la escritora -ya desplazada a Francia, donde reina el art decó-, se divierte vistiendo de negro impoluto a la «mente más cerrada» y favoreciendo que el lector detecte la «hipocresía» reinante, por partida doble: en el texto y en sus dibujos, que también se leen.

Por Ruth Pérez de Anucita