Es sorprendente, ahora que lo pienso, la cantidad de libros que he leído últimamente en los que el Holocausto forma parte importante de la narración, sea o no sea el tema principal. Es sorprendente, sobre todo, porque yo no he buscado intencionadamente novelas que versen sobre un tema y un momento histórico que me interesan, pero no más que otros. A decir verdad, no es del todo casual, porque la literatura que se hizo en Europa central y del este durante la segunda mitad del Siglo XX es una de mis favoritas, y en estos autores la persecución y la barbarie dejaron una profunda huella. A ellos como víctimas, y al resto del mundo como testigos, el exterminio del pueblo judío, tan minuciosamente planificado y llevado a cabo, nos obligó a replantearnos la idea que teníamos de nosotros mismos como género humano; como decía uno de los personajes de El Sunset Limited, de Cormack McCarthy, «la civilización occidental se esfumó finalmente por las chimeneas de Dachau».
El caso es que ya son muchos los libros leídos sobre el Holocausto. Es indudable que la capacidad del tema para espantar, indignar o estremecer no tiene límites, pero uno se pregunta ¿no empezarán a resultar repetitivos?, ¿no se ha enfocado la cuestión desde todos los puntos de vista posibles ya?
Solo con repasar los títulos del último año, ahí está el dilema de unos prisioneros ante el sádico que dirige el campo de exterminio en Mía es la venganza, de Friedrich Torberg; o las huellas psicológicas en los supervivientes que protagonizan El informe de Brodeck, de Philipe Claudel, Liquidación, de Imre Kertesz o algunos de los cuentos de Laúd y cicatrices, de Danilo Kiš; incluso las contrapuestas visiones del genocidio desde la perspectiva de un culto ciudadano alemán en Los hijos de Nobodaddy, de Arno Schmidt o de ignorantes campesinos polacos en El pájaro pintado de Jerzy Kosinski.
Pero la realidad es que, por muchos libros que lea, cada nuevo título logra enfocar la cuestión desde un punto de vista original y sorprendente; tampoco es de extrañar: hablamos de más de 6.000.000 de historia terribles. Y esta no lo es menos, aunque podría no serlo tanto: sus protagonistas, en principio, se van a librar de ir al campo de concentración.
No crean que desvelo nada; la historia nos asalta al abrir el libro y en menos de diez páginas todo el argumento está planteado. Veinte acaudalados hombres de negocios judeoamericanos capturados en Italia tras la caída de Mussolini van a ser canjeados por unos generales alemanes prisioneros de los aliados. El tren en el que viajan estos millonarios, que hasta ahora han vivido ajenos a los horrores de la guerra e ignorantes de la «solución final», se dirige a un puerto en el norte de Alemania, donde embarcarán hacia la libertad. Por el camino se detienen en Polonia, en una estación situada junto a un campo de concentración. Allí coinciden con otro convoy, que transporta un «cargamento» de judíos polacos al campo de exterminio ubicado junto a la estación. Herman Cohen, el portavoz del grupo de afortunados hombres de negocios, contempla durante la parada cómo una hermosa joven se planta en el andén y, encarándose a su familia, se niega a seguir. “Pero yo no quiero morir…”, le suelta la bella Kateřina Horovitzová a su padre y, conmovido por ese gesto, Cohen compra la vida de la muchacha, que a partir de ese momento se unirá al grupo camino de los EE.UU.
Aunque los ricos rehenes no sepan o no quieran saber exactamente qué es lo que sucede tras los muros del campo (y la joven Kateřina solo lo intuya, pues «había sabido hacia dónde se dirigían desde el cambio de vías en la calle Stawki, en Varsovia. Del campo de concentración se hablaba mucho y se callaba más. Todo era cierto», y quizá por eso se niegue a saber con mayor obstinación que sus compañeros de viaje), su sola mención les atenaza con oscuros presentimientos. Todos son presa de un dilema terrible: ¿es justo que unos pocos se salven mientras la mayoría muere? ¿Es justo que el dinero o la belleza puedan comprar la vida, mientras que los que no posean nada están condenados? ¿Sería acaso más justo que Kateřina hubiera acompañado a su familia a las cámaras de gas?
Difícilmente se puede hablar de justicia mientras millones de inocentes son asesinados. Ni de valor; “¿por qué no se podía cumplir el deseo de una única persona entre tantas, para que aquel sinfín de injusticias fuera compensado al menos por un acto de justicia? ¿Había sido una cobarde al marcharse sola, o todo lo contrario? No resultaba fácil quedarse, pero tampoco huir de aquella forma. Todo lo que había hecho era una equivocación. En todo ello había más mal que bien. No había culpa ni inocencia. Por su parte no había ningún crimen, solo castigo, pero tampoco estaba libre de toda culpa.”
Pero pronto Cohen y compañía tendrán otras cosas de qué preocuparse. El retorcido oficial de la secreta al mando de la operación de canje, Bedrich Brenske, les comunica que tendrán que costear los gastos de la operación; con minuciosidad germánica se acumulan las astronómicas facturas —la comida, la ropa, la escolta, el barco— a medida que la liberación se retrasa y se complica, mientras la ominosa sombra del campo de extermino gravita sobre sus cabezas. ¿Y si todo es una trampa, un ardid para desplumarles, una burla cruel y retorcida? Puede que, en definitiva, la riqueza pueda comprar la libertad y la vida, pero no pueda hacerte escapar al horror.
A partir de la escena inicial con los veinte hombres y una mujer en el andén de la estación, frente a la alambrada del campo, debatiéndose entre la culpa y la supervivencia, entre el optimismo y las evidencias, enfrentados cada uno a sus fantasmas, Arnošt Lustig hace crecer la incertidumbre imparablemente mientras el impenetrable Brenske trata de confundir a sus rehenes con su sádica retórica. Lustig administra con habilidad la ignorancia de las víctimas y el conocimiento del lector, que sí sabe para qué son las chimeneas del campo y por qué la ceniza lo inunda todo, para tensar hasta el infinito la narración. Sin necesidad de mostrar ningún acto brutal, ni tan siquiera violento, la angustia se apodera del lector al tiempo que de los protagonistas, del mismo modo que el hedor que emana de las chimeneas del campo lo impregna todo.
«Aquella ceniza sería indestructible e indeleble. No se consumiría presa de las llamas, pues era producto del fuego mismo. No se congelaría, tan solo se mezclaría con la nieve y el hielo. No se agostaría a la solana, pues nada puede estar más seco que la ceniza. Ningún ser vivo podría huir de ella. Estaría contenida en la leche que beberían las criaturas que aún no habían nacido, y en los pechos maternos de los que mamarían. (…) Permanecería en la mirada y en el aliento de cada hombre, y el próximo que se preguntase de qué sustancia estaba compuesto el aire que respiraba se vería obligado a tomar en consideración esa ceniza. Estaría entre las páginas de los libros aún por escribir, en los confines aún no hollados por el pie del hombre. Nadie podría zafarse de ella. De la ceniza, inoportuna y gentil, de los muertos que perecieron sin culpa.»
Aún hoy, con todo lo que sabemos, resulta difícil creer que Arnošt Lustig se inspirara en una historia verdadera, que el ser humano pueda ser tan perverso y retorcido. Cuesta incluso creer que campos así puedan haber sido siquiera imaginados (pero Lustig no tuvo que imaginar nada; él pasó por Terezín, Buchenwald y Auschwitz, y hubiera terminado en Dachau si no hubiera conseguido escapar del tren que le trasladaba hacia su “solución final”). Pero todo sucedió de verdad y, por muchos libros sobre el Holocausto que se escriban, al margen de que, como este, se trate de novelas escalofriantes y extraordinarias, escritas con brillantez, nunca serán demasiados, al menos mientras las cenizas permanezcan en el aire.
Por Javier BR