La trágica ironía de esta novela sobre el Holocausto está confinada en poco más de ciento cincuenta páginas, pero a pesar de su brevedad es una de las mejores novelas sobre la Shoah. Desde la primera página hasta la última, el lector capta de inmediato que el texto o mejor dicho algunos de personajes principales en él retratados, en especial el que tiene el poder, dicen cosas aparentemente sin ironías, pero sus palabras significan todo lo contrario. Y el resto de los personajes, las víctimas, esperanzadas por la posibilidad de comprar la vida y saldar la muerte, caen fácilmente en el engaño. Pero el lector sospecha todo desde el principio y por eso no se produce el efecto sorpresa, sino un “in crescendo” del drama, ya que desde las primeras líneas captamos que el grupo de judíos que creen viajar hacia una libertad comprada a base de sus caudales, corren en realidad hacia la muerte.
Para comprender todo este irónico dramatismo será preciso acercarnos a la trama argumental. La novela sigue el periplo de un grupo de acaudalados hombres de negocios judeoamericanos de paso por un campo de concentración nazi en Polonia. Pertrechados en sus pasaportes norteamericanos y en su dinero, reciben la promesa de su repatriación, intercambiados por otro grupo de altos mandos del ejército alemán. Su interlocutor, guía y extorsionador es un alto oficial de la SS. Ya en la primera escena leemos que la bella y joven judía de diecinueve años, Katerina Horovitzová, contradiciendo por primera vez a sus padre en el anden del ferrocarril de la muerte con las palabras “Pero yo no quiero morir”, provoca la compasión del portavoz de los prisioneros judíos, Herman Cohen, que consigue a cambio de dinero que Katerina se una al grupo, mientras sus padres y hermanas, sin ella saberlo, son gaseados.
Y así comienza un viaje sin retorno en un tren que debería llevarlos al lugar del intercambio. Poco apoco pero sin pausa, la retórica verborrea revestida de irónica ironía del oficial alemán que les acompaña y la ceguera del Sr. Cohen, irán extorsionando al grupo, haciéndoles firmar cheques, a cobrar en bancos suizos, por todos los gastos hasta el más mínimo detalle y muchos de ellos inventados, del viaje y del intercambio. También poco a poco comprenden que la suya no es una operación de rescate sino un verdadero expolio y que las ingentes cantidades de dinero comprometidas son el precio de su supervivencia. Pero el lector sabe que se trata de algo mucho más siniestro desde el momento en el que la expresión “la solución final” aparece cada vez con mayor frecuencia y con macabro significado. Van y vienen. El tren les lleva de un lado para otro, sometidos a crecientes extorsiones y siempre regresan al campo matriz donde están las cámaras de gas y los crematorios.
Al final les espera el abismo que todos presentimos desde el comienzo y cuyos contornos desde la lejanía se habían ido adaptando para moldear sus expectativas, haciéndoles creer que el dinero era capaz de comprar la vida y liquidar las cuentas de la muerte.
Es mérito del narrador el saber jugar hábilmente con esa información que el lector sospecha desde la primera página, pero no así los prisioneros, sombríamente ciegos por el ansia de vivir. Cuando el expolio de sus bienes se hace palmariamente evidente, Lustig con gran pericia y realismo refleja el terror de los protagonistas que quieren negar la evidencia. Llegará un momento el que unos se dejan dominar por el pánico, mientras otros conservan vanas esperanzas y colaboran con sus verdugos. Solo Katerina reacciona como una heroína, nunca pierde su dignidad y su comportamiento se incrusta en el mito y en la leyenda de las grandes protagonistas de los dramas del pueblo hebreo, merecedora por consiguiente del impresionante canto fúnebre del el rabino, igualmente prisionero, que incinera los cuerpos gaseados.
La novela avanza por un cauce regular, aderezada por un tono fantasmal que Lustig refleja desde el principio con gran lirismo, un lirismo escalofriante, fatalista con alegorías que hielan la sangre (El viento que corre por el campo no es viento, sino ceniza). En definitiva una obra narrativa que de forma magistral reproduce el encuentro y la colisión entre la razón y la barbarie, entre un mundo gobernado por la brutalidad de la bestia, que se considera a si misma raza superior, que anula cualquier mecanismo humano, y unos pobres hombres desarmados incluso de su dignidad y que, más allá de toda esperanza, siguen confiando en huir del reino de los muertos.
Por Francisco Martínez Bouzas