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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La China de Eduardo Berti

Entre las tantas cosas que les debemos a los modernistas se encuentra la fascinación por el Oriente. El culto a las “japonerías” que aparece en la obra de Rubén Darío o Juan José Tablada fue importado –como varias otras marcas claves del modernismo— de Francia, que deliraba por el arte asiático en la segunda mitad del siglo XIX.

En las crónicas de sus viajes por Sri Lanka (entonces Ceilán) o Vietnam, Enrique Gómez Carrillo no sabía que iniciaba un largo romance de la literatura latinoamericana con ese mundo que solemos ver como etéreo, fantasmal (“Los mismos espíritus de los muertos, cuando vuelven a pasearse por la ciudad, se detienen en las puertas de las fumerías [de opio] en cuanto perciben el perfume de la buena droga”, escribió el guatemalteco hace un siglo).

El país imaginado (Emecé/Impedimenta), del argentino Eduardo Berti, participa de esa fascinación. Esta magnífica novela, reciente ganadora de la segunda edición del premio Las Américas 2012, convierte ciertos tópicos sobre el Oriente en puntos de partida para una indagación sobre la naturaleza de las tradiciones y la forma en que el ser humano se enfrenta a ellas para preservar su independencia. Hay serios riesgos en el uso de los tópicos; es difícil eludir el “orientalismo” –la exotización de las culturas orientales por parte de escritores y artistas de Occidente— cuando se narran historias ambientadas en esos paisajes. Berti es consciente del reto y lo asume: El país imaginado habla de una exótica tradición china –casarse con los muertos– de la manera más realista posible, tratando de evitar prejuicios y estereotipos. Inevitablemente, pese a las buenas intenciones, algo de ese “orientalismo” se cuela en la narración.

El país imaginado, ambientada en la China en un período comprendido más o menos entre 1930 y 1950, es la historia de Ling, una adolescente de catorce años enamorada de Xiaomei, la hermosa mujer hija de un ciego. Ling es una narradora elegante, delicada, con una voz tan suave como hipnótica, que atiende al registro social –explica tradiciones chinas como jamás lo haría una adolescente china— tanto como a las fabulaciones de su abuela agonizante y a la sutileza de sus propias percepciones. Ella está, al igual que su hermano, limitada por la tradición: sus padres quieren casarlos con los hijos de un poderoso funcionario. La tensión de la novela gira entre el deseo de libertad de Ling, sus tímidos espacios de escape –suele ir al parque a pasear el mirlo de la abuela muerta, y se encuentra allí con Xiaomei–, y el peso de los rituales y las supersticiones de una China que todavía mira al pasado.

El país que fabula Berti dialoga con el mundo gótico de Tim Burton, sobre todo en las páginas dedicadas a una costumbre china de la época –extraida por Berti de un libro “orientalista” de Henri Doré–, la de los casamientos arreglados con muertos para lograr alianzas familiares con claro beneficio económico; la tradición podía ser pintoresca, pero tenía mucho sentido desde el punto de vista de la economía social china. El “casamiento fantasma” del hermano de Ling, y sus repercusiones en ella, son lo mejor de una novela llena de momentos superlativos: “Mi hermano se disponía a casarse con una mujer que no envejecería. Lo monstruoso de su boda era, acaso, este factor. El esposo envejecería, la esposa no. ¿Algo análogo iría a ocurrir con la imagen que yo conservaría de Xiaomei?”

El “país imaginado” remite a los sueños y también a la muerte y a la creación literaria. Berti dice no haber escrito una novela sobre China, pero lo cierto es que ha escrito una novela sobre una China que nos concierte mucho, la de la imaginación, a la que retornamos con los interrogantes de siempre. Aun en clave realista, el Oriente sigue siendo etéreo, fantasmal.

Por Edmundo Paz Soldán