El pasado mes de junio, la prestigiosa revista Science dedicó nada menos que su portada a un descubrimiento que ha sacudido los cimientos de todos los estudios realizados sobre la antigüedad del arte prehistórico. Un equipo de investigación liderado por Alistair Pike, del Departamento de Arqueología y Antropología de la Universidad de Bristol, analizó unas cincuenta pinturas en once cuevas del norte de España, entre ellas las de Altamira, El Castillo y Tito Bustillo. Mediante la aplicación de la novedosa técnica uranio-torio, el estudio llegó a la conclusión de que la creatividad simbólica en Europa es unos 10.000 años anterior a lo que se pensaba hasta ahora, lo que implica que las primeras manifestaciones de arte rupestre alcanzan la majestuosa cifra de 40.800 años.
La evolución desde aquellas pinturas primigenias, plasmadas sobre la roca, ha venido dada por el propio desarrollo de la especie humana y su creciente necesidad de dejar huella de sí misma, normalmente mediante la representación de aquellas actividades que tenían una cierta relevancia en las estructuras sociales de cada época histórica. Sin embargo, no todas las expresiones creativas han gozado de la misma consideración. Mientras que la literatura, la poesía, la pintura o la música (y más recientemente el cine) han contado con el beneplácito de la ‘intelligentsia’ cultural, el dibujo ha sufrido una y otra vez el desprecio de quienes se empeñaron en definirlo como una forma de arte menor, marginal y, en última instancia, sólo apto para un público infantil o juvenil. El cómic, evidentemente, no se ha librado de estas desconsideraciones.
Pero más allá de la estrechez de miras de las élites intelectuales, la Historia se empeña en desmentir esta visión del noveno arte como un subproducto para mentes poco desarrolladas. De hecho, los orígenes de lo que hoy conocemos como tebeos se remontan al siglo XVI, cuando aparecen los pliegos de cordel, las aleluyas o las aucas, donde imágenes y texto se aunaban para narrar las aventuras de un determinado personaje. Cierto es que no tuvieron mucho éxito, principalmente porque nos referimos a una época en la que poca gente sabía leer y donde la cultura estaba reservada para los bolsillos más pudientes, pero aun así, estos antepasados del cómic ya contaban con estimables tiradas de entre cien y 500 unidades.
The marriage contract (1743), de William Hogarth
El abuelo de los tebeos no es otro que el inglés William Hogarth, cuyos trabajos iban a resultar decisivos tanto para la escuela pictórica británica como para el desarrollo del arte narrativo y secuencial. “Se dedicó sobre todo a realizar retratos, pero también se interesó por las ‘conversation pieces’, donde había personajes, escenas de tertulias y un desarrollo de la fisionomía, del lenguaje corporal y de las miradas. A partir de 1732 creó las piezas que le dieron fama, los ‘Ciclos de temas morales modernos’, series de cuadros y grabados que narraban historias, parecidas a obras de teatro, en las que criticaba e ironizaba sobre las debilidades humanas”, expone Pablo Dopico, doctor en Historia del Arte por la Universidad Autónoma de Madrid.
“También en el siglo XVIII hubo otra serie de humoristas gráficos, ingleses en su mayoría, que utilizaron el globo de diálogo para satirizar a sus gobernantes. La reproducción masiva del dibujo a partir de 1789, año de la Revolución Francesa, fue una consecuencia de la invención de la litografía, que permite la impresión directa sin ningún proceso humano intermedio. El artista tiene mucha más libertad creativa y las páginas son más resistentes, aguantan más reprensados y, por lo tanto, tiradas mucho más grandes. De esta época son las estampas de Épinal”, añade el experto.
Panel indicando la dirección, de la Imagerie d’Epinal
Se habían sentado las bases, pero el nacimiento del cómic moderno no tendría lugar hasta la década de los veinte del siglo XIX con la aparición de Rodolphe Töpffer (Ginebra, 1799-1846). Este maestro de escuela quiso emular los pasos de su padre, pintor aficionado, pero un defecto en la vista le impidió satisfacer sus deseos y hubo de contentarse con la enseñanza, la cual ejerció en su propio internado, una institución de carácter abierto que acogió a estudiantes de toda Europa. “Acostumbraba a crear historias dibujadas para sus alumnos donde ya existía una narratividad continua, las escenas estaban encuadradas en viñetas y los textos se encontraban en la parte inferior, apoyando el dibujo representado”, señala Dopico.
El británico Ernst Gombrich, reputado historiador, sostuvo hasta el día de su muerte que Töpffer debía ser considerado por derecho propio como el inventor de la historieta dibujada. En cuanto a la relevancia del arte secuencial, el estudioso tampoco albergaba ningún género de dudas: “Hay dos modos de escribir cuentos. Uno es en capítulos, líneas y palabras, y lo llamamos literatura; el otro es mediante imágenes, y lo llamamos cuentos de imágenes”.
En base a la definición aportada por Gombrich, el primer cuento en imágenes de Töpffer data de 1827, cuando creó Les amours de M. Vieux-Bois. No obstante, la censura social aún ejercía una presión muy fuerte sobre todo aquello que guardara la más mínima relación con el dibujo. Temeroso de manchar su reputación, el autor decidió ocultar su obra, que no visitaría la imprenta hasta una década más tarde. “Siguió creando historietas para el disfrute privado de su entorno más cercano, hasta que Goethe, el poeta y novelista alemán, le animó a que las publicara”, apunta Dopico.
Así, en 1833 vio la luz Histoire de M. Jabot, a la que en años posteriores siguieron Monsieur Crépin, Les amours de M. Vieux-Bois (ambas publicadas en 1837), Monsieur Pencil, Voyages et aventures du Docteur Festus (ambas de 1840), Histoire D’Albert (1844) e Histoire de M. Cryptogramme (1845). Las dos primeras fueron publicadas de forma anónima y tuvieron un impacto menor, pero la tercera traspasó fronteras y llegó a las calles de París, Londres (bajo el título de The adventures of Mr. Obadiah Oldbuck) y finalmente Nueva York, donde fue editada por Wilson and Company. “Se trata de un momento decisivo. Un cuadro de Hogart sólo podía verse en la National Gallery, pero gracias a la cultura de masas, los cuentos de Töpffer cruzaron el charco. De hecho esta obra también se editó en España; no inmediatamente, porque aquí todo nos llega siempre con retraso, pero sí unos años más tarde”, recuerda Dopico.
Dos de estas obras, Monsieur Crépin y Monsieur Pencil, acaban de ser publicadas en España por la editorial El Nadir, que ofrece una magnífica oportunidad de adentrarse en el universo satírico y surrealista del creador helvético, azote permanente de las instituciones oficiales y las costumbres sociales de su época. En la primera historieta, Töpffer lleva a cabo una crítica furibunda e hilarante de los métodos educativos de vanguardia, esos que se alejan del sentido común y apuestan por nuevas fórmulas, tan llamativas como absurdas, para instruir a los jóvenes alumnos. En la segunda, y continuando por los mismos derroteros, el autor no muestra compasión alguna por los modos de organización política, militar o administrativa, al tiempo que deja patentes sus dudas sobre las supuestas virtudes del progreso tecnológico.
Aunque denostados por Töpffer, esos avances técnicos permitieron el desarrollo de la prensa a lo largo del siglo XIX, un proceso que no se limitó a las publicaciones consagradas a la información. Buen ejemplo son revistas satíricas como La Caricature (París, 1830), en cuyas páginas sobresalieron artistas de la talla de Gustave Doré o Honoré Daumier. Poco después nació en Londres Punch (1841), motor de la expansión internacional de la historieta gracias a la inclusión del público infantil. Este modelo fue copiado en países como Japón (The Japan Punch, 1865), Estados Unidos (Puck, 1876) o Alemania, donde en 1844 se había creado Fliegende Blätter, que contó con las colaboraciones de otro autor de referencia y último protagonista de este artículo: Wilhelm Busch.
Nacido en 1832 en el seno de una familia acomodada, Busch tuvo inclinaciones artísticas muy marcadas desde que apenas levantaba unos palmos del suelo. Se matriculó en Ingeniería Mecánica, pero sólo por imposición paterna, así que el experimentó duró poco y en 1852 se marchó a Amberes, donde le esperaba la Real Academia de Bellas Artes. Tras un año perdido a causa del tifus, el autor se mudó a Múnich para continuar sus estudios y en 1859 empezó a publicar sus primeras historietas en la mencionada Fliegende Blätter. Por decirlo de un modo suave, los trabajos de Busch no tuvieron una gran acogida. Consiguió que el editor Ludwig Richter le pagara por cuatro de sus relatos dibujados, pero su carrera seguía en punto muerto. Tan hastiado estaba de sus fracasos que, según las malas lenguas, se planteó dejarlo todo, emigrar a Brasil y montar una granja de abejas.
El caso es que Busch persistió y, sobreviviendo a base de pequeños encargos, se plantó en 1965. Tenía 33 años y una última bala en la recámara: Max y Moritz, una historia en siete travesuras. Richter accedió a ver el proyecto, pero ya estaba cansado de perder dinero con aquel aspirante a artista y rechazó el ofrecimiento. No sabía el empresario cuán grande sería su error. La fortuna sonrió en este caso a Kaspar Braun, editor de Fliegende Blätter, que pagó mil florines en efectivo por las peripecias de dos mocosos con una habilidad especial para generar pequeñas catástrofes. Diez años más tarde, aquellas historietas se habían traducido a varios idiomas y habían multiplicado exponencialmente su valor.
“En esencia, son dos chiquillos que van haciendo diabluras por todo el pueblo hasta terminar hechos papilla por un molinero. Busch lanzó su historia de la manera más brutal posible y muchos profesores, clérigos y pedagogos pusieron el grito en el cielo, afirmando que la obra era peligrosa para los niños”, asegura Dopico sobre una trama que ridiculizaba a las viudas, se reía de los maestros, ponía en tela de juicio la estructura familiar y se burlaba abiertamente de oficios como los de sastre o panadero. Es decir, un ataque frontal contra la sociedad del momento, un ejercicio de humor negro, narrado en verso, que además contribuyó significativamente al desarrollo del tebeo actual: “Conforme avanza la historia, las caricaturas de los personajes se vuelven más exageradas y expresivas en el lenguaje facial y corporal. Hay una relación clara entre texto e imagen. Las palabras no redundan en los dibujos, sino que los complementan”, confirma el historiador.
Aunque ya se habían publicado antes en España, las aventuras de Max y Moritz han vuelto recientemente a las estanterías gracias a la labor de Impedimenta, coronada con la impagable traducción de Víctor Canicio. Otra lectura esencial y cuya influencia se ha dejado notar en personajes tan memorables como The Katzenjammer Kids, tira cómica publicada en Estados Unidos por Rudolph Dirks, o los patrios Zipi y Zape, del siempre admirado José Escobar.
POR JULIO SORIA