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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El final de la semana confluye, en el misterioso paso del tiempo, con la llegada de un nuevo comienzo, de una nueva semana, que se sitúa ante nosotros como un horizonte al que plantar cara.

Esta necesidad de transitar continuamente los delicados vericuetos del destino –que no siempre se pueden anticipar, y acaso alguien dirá que de ello depende lo que de juego tiene la vida–, nos enfrenta no sólo a un contexto social, político y –en definitiva– humano, sino también a un universo personal del que, más tarde o más temprano, tenemos que hacernos cargo. Se trata de ese «incómodo yo» al que Schopenhauer tantas veces aludió, y en el que Freud intentó ahondar a través de una ciencia inundada de humanismo –a pesar de que fuera consciente de la peligrosa inutilidad de tal tarea–. Y es que existen resquicios del alma, de nuestro espíritu (cualquier denominación resulta pedante, barroca, sobrecargada), que se resisten a ser inspeccionados al modo en que podemos diseccionar un cuerpo yacente y carente de vida. La docilidad que presenta este último supone una característica inequívoca de lo que precisamente ha dejado de ser, o lo que me parece más importante, de sentir.

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La historia central de la novela que os presentamos, de lectura muy entretenida con fragmentos de enjundiosa reflexión justamente dosificados, relata los hechos ocurridos durante una de las etapas medianeras de la adolescencia de la joven Portia Quayne. Pero lo interesante, al hilo de lo escrito hasta ahora, es que el periplo nuclear de la narración se forja alrededor de otra construcción literaria. Se trata del diario de la propia Portia, cuyo contenido causará estragos en quien, con actitud indiscreta, se ha atrevido a leer tan privado documento. Aunque uno de los personajes ya nos avisa en los primeros embates: «Nada se plasma en el papel del modo en que ocurrió, y hay mucho que se plasma sin haber ocurrido nunca. Escribir es siempre divagar un poco…».

Portia, huérfana de padre y madre, se ve envuelta desde muy pronto en una atmósfera que le brindará una libertad tan sólo ficticia. El entorno en el que vive, a excepción de su amiga Lilian, se halla repleto de adultos que parecen no atender a sus deseos más que como una pose pragmática, casi mecánica, que de ningún modo brinda a la adolescente la posibilidad de mostrar sus auténticas intenciones. El diario que la joven escribe se convierte, así, en una vía de escape que permite poner en equilibrio las fuerzas externas y los movimientos más íntimos de su espíritu. Hasta tal punto llega la necesidad de Portia, que confiesa al disipado Eddie (de quien caerá fatalmente enamorada): «Siento deseos de matar a la gente cuando imagino lo que son capaces de pensar».

La muerte del corazón (escrita en 1938) se estructura en tres partes (a su vez divididas en capítulos), cuyos títulos son ya característicos y casi presagian el desarrollo experiencial de Portia: «El mundo», «La carne» y «El diablo». En la primera de ellas, la joven comienza a plantearse –de la mano de su inseparable diario– algunas cuestiones fundamentales sobre las personas que la rodean y los sentimientos que estas le inspiran, sobre todo sobre su hermano Thomas, su cuñada Anna y el inclasificable Eddie. En la segunda, donde se narran sus días de vacaciones en un pueblo costero de Inglaterra, Portia descubrirá las poderosas garras de los celos y sentirá las primeras llamadas intensas del deseo. Por último, en la tercera parte, bajo la elocuente rúbrica de «El diablo», la adolescente asistirá –como espectadora privilegiada de sus propias cuitas– a un paulatino desengaño que finalmente le conducirá a una posible rebeldía frente a su angustioso entorno, repleto de convencionalismos sociales que esconden más de una desavenencia personal. Y es que «nuestras lealtades y nuestros sentimientos –por llamarlos de algún modo– son tan instintivos que uno apenas sabe que existen: sólo cuando los traicionamos comprendemos su importancia», reza un fragmento de la novela ya cerca de su final.

Si bien se ha comparado a la autora de La muerte del corazón, Elizabeth Bowen, con el estilo introspectivo de Virginia Woolf, he de decir que, si bien encontramos una sobresaliente calidad en lo que se refiere a la gestión de los tiempos narrativos que encauzan los acontecimientos de la novela, así como en los densos y bien formulados diálogos que estructuran el relato central, no sucede lo mismo con los pensamientos que Portia deja escritos en su diario, en los que quizás echo en falta un mayor desarrollo. Aunque, por otro lado, damos con una hondura en algunas reflexiones de los distintos personajes dignas de un literato de primera línea.

«El dolor, indudablemente, rebaja nuestra posición en el mundo. El privilegio aristocrático del silencio, como muy pronto descubrimos, se corresponde tan sólo con el estado de felicidad o, al menos, con cierto estado en que el dolor se mantiene dentro de límites razonables».

«Nuestra naturaleza es olvidar, y uno debe cumplirla. La memoria es bastante insoportable, pero, así y todo, desecha bastantes cosas. Nos defraudaría si no fuera, en cierta medida, una farsa: recordamos para hacer con ello lo que queremos. En serio, Portia, debes creerme: si no nos permitiéramos unas pocas mentiras, no sé cómo soportaríamos el pasado. Gracias a Dios, salvo en el instante exacto en el que sucede, no existe eso que se llama un hecho puro, desnudo. Diez minutos más tarde, media hora más tarde, empezamos a reescribir lo sucedido».

En cualquier caso, La muerte del corazón resulta una lectura imprescindible para comprender el devenir de la literatura inglesa del primer tercio del siglo XX, y para conocer, desde luego, a una voz femenina aún no demasiado escuchada en el panorama cultural español. La revista Time consideró esta novela, obra maestra de Elizabeth Bowen, una las cien mejores del siglo XX.

Por Carlos Javier González Serrano