cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La prepotencia del imperio británico, según Eça de Queirós

Estampas egipcias (Impedimenta), del portugués José Maria Eça de Queirós (1845-1900), no es tan solo uno de esos exóticos libros de viajes con los que los escritores europeos regalaban en el XIX visiones occidentales y a veces apresuradas del Oriente más o menos lejano, sino que constituye un insólito alegato contra el colonialismo británico, que dominaba el mundo a finales de aquel siglo.

La descripción del bombardeo británico de Alejandría en 1882 y de los primeros compases de la guerra que condujo, un año tarde, a la ocupación por las tropas de Su Graciosa Majestad de un Egipto “sumido en la anarquía” (una falsedad), con la intención redentora de “salvar la civilización” (otra mentira), no deja lugar a dudas sobre los designios de un imperio que se comportaba con la prepotencia que no tardaría en clonar su heredero en la hegemonía global, Estados Unidos.

Con esa operación bélica, Gran Bretaña no solo convirtió Egipto en su protectorado, sino que se aseguró el control de todas las puertas que conducían a su imperio oriental y, sobre todo, a su Joya de la Corona, la India: “A la entrada del Mediterráneo, Gibraltar y su roca inexpugnable; en el Mediterráneo, Malta y Chipre, dos islas, dos colosales depósitos de guerra; a la entrada del canal, Port Said; a la salida del canal y a la entrada del mar Rojo, Suez, junto al golfo Pésico, Adén; y a continuación, sus escuadras limpiando los mares…” El gran país del Nilo se encontraba en el lugar equivocado del mapa y en el momento equivocado, cuando a los ingleses les convenía engullirlo.

A Eça de Queirós le sacaba de quicio, no solo la omnipresencia de los ingleses en la época que le tocó vivir (“¡están por todas partes!”, decía), sino también su falta de adaptación al medio, es decir, que se mostrasen “impermeables a las civilizaciones ajenas”, que no se aviniesen a modificar ni un ápice su “prototipo británico”, que esperasen que les sirvieran rosbif en el desierto de Petra, que forjasen su opinión de lo que ocurría en el mundo y en el lugar concreto en el que se hallasen, por remoto que fuera, con el último ejemplar recibido del Times de Londres, que considerasen que la felicidad se encarnaba por fuerza en sus instituciones y hábitos.

“Extraña gente”, concluye el escritor, periodista y diplomático portugués, “para quien está fuera de dudas que nadie puede ser moral sin leer la Biblia, ser fuerte sin jugar al críquet, ser gentleman sin ser inglés”. Peligrosa gente, cabría añadir, que no dudaba en utilizar sus cañoneras y su disciplinado ejército cuando una civilización, una raza o un país se interponía en el camino de sus intereses.

En sus estampas, Eça de Queirós, que en 1869 acudió a los fastos de la inauguración del canal de Suez y recorrió Egipto durante un par de meses, refleja la situación del pueblo llano, antes y después del dominio británico. “El campesino no posee nada”, aseguraba. “Todo es del pachá. El campesino trabaja, reza y paga. No tiene propiedades, ni libertad, ni familia. Es menos que un esclavo (…) Es amarrado a un árbol, arrojado a una cueva húmeda y, cuando se revuelve, lo atan a una pared, erguido sobre tres ladrillos, le pegan las orejas a la pared y retiran los ladrillos. Y el cuerpo queda suspendido de las orejas ensangrentadas, estiradas, rasgadas, enrojecidas…”

Ya por entonces, “gracias a la influencia europea”, las cosas habían mejorado un tanto, y el campesino “tan solo es golpeado duramente con el látigo”. Pero seguía en la más absoluta miseria, hacinado con su familia en minúsculas y miserables chozas de barro, vistiendo la misma blusa de algodón azul con la que un día le enterrarían, obligado a trabajar por cuatro perras en las grandes obras del pachá, aplastado por impuestos terribles, mendigando cuando era ya tan viejo que no servía para el trabajo duro.

El soborno corregía la injusticia. Eça de Queirós lo explica con palabras de un ingeniero del canal de Suez con el que coincidió en el tren: “¿Que el agente escolar viene a buscar al hijo del campesino? Soborno al agente escolar. ¿El ingeniero viene a reclamar cierto número de brazos? Soborno al ingeniero. ¿El cobrador viene a cobrar el impuesto? Soborno al cobrador. ¿El juez viene a buscar testigos de un crimen? Soborno al juez. ¿El verdugo viene en busca de alguien? Soborno al verdugo”.

Las Estampas egipcias son también un recordatorio de la fascinación que recorrió Occidente cuando se unieron el Mediterráneo y el mar Rojo. O para recordar que el pequeño vapor Lafitte, que abría camino por el canal de Suez para evitar sorpresas desagradables, embarrancó en el fondo lodoso el día antes de que surcasen el canal los engalanados navíos de las testas coronadas y otros grandes del mundo. Fue una falsa alarma, pero es fácil imaginar el escalofrío de terror que experimentó Ferdinand de Lesseps, tal vez el ingeniero más famoso de todos los tiempos, cuando temió que su magna obra corría peligro de convertirse en el hazmerreír universal.

Por Luis Matías López