Thomas Hardy (1840-1928) pudo haber decidido ser, simplemente, un autor de éxito. Perderse en el mainstream de la época y juntar su nombre a la lista de autores folletinescos de distinta consideración. Escribió varias novelas de éxito -sobre todo, Unos ojos azules-, muy del gusto del momento, se compró una bonita casa, realizó diversos encargos de arquitectura. Ahí pudiera haber quedado todo, pero no fue así: Hardy sentía que había mucho por contar, y lo hizo en tres novelas que le ganarían el susto del público y el desprecio de la crítica de la época. La primera de estas novelas, Los habitantes del bosque, estaba inédita hasta ahora en castellano y ha sido recuperada por Impedimenta. En ella, Thomas Hardy dibuja las líneas maestras de muchos de los temas que desarrollaría en sus dos títulos posteriores: Tess d’Uberville (1891) y Jude el oscuro (1895). Una tríada que le valió condenarse como alevoso provocador literario: a partir de entonces, vencido por la idiotez pandémica que se empeñaba en denunciar, Hardy sólo se dedicaría a escribir poesía.
Thomas Hardy no era melodramático ni redencionista, ni tenía el guiño humorístico que podía, en ocasiones, predisponer a la sonrisa con Fielding o Thackeray, los otros dos grandes radiógrafos y azotes de lo biempensante. Plasmaba la realidad con delicadeza derrotada. En su narrativa -y muy especialmente, en Los habitantes del bosque– es posible encontrar cierta nostalgia ludita. Hardy ama su Wessex rural: su peculiar merry England, una suerte de Arcadia feliz en la que el hombre todavía no ha perdido la conexión con la naturaleza. El escritor conoce los ritmos de la tierra, su pulso, sus colores, las viejas artes. Sabe que el modo de vida del viejo mundo, sus tradiciones y cierto tipo de conexión profunda con el entorno, están llamados a diluirse entre las maneras de la vida moderna -que traen implícitas, inevitablemente, distintas formas de alienación-.
El protagonista masculino en esta ocasión, Giles Winterborne, desbroza árboles, produce sidra. Parece «un señor del otoño o un dios del bosque». Vive, junto a la joven Marty, en completa conexión con la naturaleza, y ambos son los personajes más nobles de la historia. Winterborne está llamado a ser una víctima propiciatoria de los tiempos, masacrado por la burocracia cerril, los cambios de paradigma sociales y los pacatos convencionalismos.
Habla Hardy de la glotonería de la maquinización, del doble rasero social, de las casualidades como claves del destino, de los insultantes sincretismos religiosos entre celebraciones cristianas y antiguos ritos paganos, de la mujer como objeto de transacción. Haga lo que haga, nos cuenta, la mujer es un jugador derrotado: sus cartas son rácanas y están marcadas y, mientras el resto de jugadores se guiña, el croupier mira para otro lado. La mujer -nos dice en Los habitantes del bosque, en Tess, en Jude el Oscuro– es una víctima si se adapta a los moldes de la sociedad; es una víctima, igualmente, si trata de romperlos.
Thomas Hardy se maneja desoladoramente bien bajo el axioma del determinismo: esa bonita creencia moderna de que uno es dueño de su propia fortuna y demás zarandajas -nos advierte- es poco más que un cuento de hadas. Los niños han de irse a dormir con una sonrisa, paladeando mundos mejores, creyendo que es posible la redención, cierto sentido de justicia, que el amor lo puede todo. Cuando, en realidad, nada de esto es así. Cuando, en realidad, uno poco puede hacer para variar el destino de cuna; y en no pocas ocasiones, además, es uno mismo el que se empecina en ello, incapaz de salir del espacio o el papel asignados, como un elefante atado a una frágil estaca.
Ya ven. Un punki. Un revulsivo. Un suicida que pretendía a contar cómo eran las cosas. No extraña que tuviera que callarse.
Por Pilar Vera