Así, el “azar” —sea esa fuerza lo que quiera que sea— empuja a los protagonistas hacia conflictos que les superan, que les ponen frente a frente con sus debilidades y que, por lo tanto, acaban reduciéndoles a la condición de marionetas; el poder de la naturaleza no sólo condiciona el comportamiento de las personas, sino que moldea su sino e impide que prospere cualquier conato de albedrío.
En Los habitantes del bosque ese azar se manifiesta con una crudeza sin par. La historia nos lleva a un pequeño pueblo de campesinos y madereros donde se entrelazan las vidas de tres personajes: Grace Melbury, hija de un próspero comerciante que ha pasado varios años educándose en el extranjero por expreso deseo de su padre, que aspira para ella un futuro mejor; Giles Winterborne, un aparcero amigo de la infancia de la muchacha y al que todos consideran su prometido “en funciones”; y por último Edred Fitzpiers, un joven médico que llega a la comunidad cargado de buenos propósitos, inquietudes intelectuales y un halo de nobleza inédito en esos contornos. Como imaginarán, la relación de Grace y Giles se verá sustancialmente modificada por la aparición del doctor y también por las acciones del padre de la chica, cuyos anhelos le conducen a comportarse de manera harto curiosa.
Ese determinismo al que aludíamos antes se pondrá en marcha bajo dos formas distintas: por una parte el mero azar, el destino, que moldeará los encuentros y desencuentros de estos y otros personajes con caótica obstinación; y por otra se encarnará en el señor Melbury, que interferirá en las vidas de sus conocidos con la esperanza de lograr la felicidad de su hija. Hardy nos muestra así el funesto efecto que puede llegar a provocar la “buena intención” de la gente. De hecho, los planes del padre de Grace para ésta contribuirán a que la vida de su hija cambie, sí, pero sobre todo acabarán por influir en Giles, cuya existencia se verá trastocada por completo por culpa de las maquinaciones de aquél. El desenlace de la novela, que no desvelaremos, no hace sino confirmar la idea de que la vida actúa como una fuerza ciega, ajena a cualquier control que el ser humano pretenda ejercer, y llega a arrollar a su paso propósitos, deseos, esperanzas, sueños y planes.
Los habitantes del bosque es un libro de factura clásica, pero con un trasfondo desolador. Su aparente convencionalismo puede hacernos pensar que estamos ante una historia decimonónica al uso, pero la realidad es que Hardy nos ofrece una visión descarnada de la vida común de cualquiera de nosotros. Una pequeña delicia que, por insólito que parezca, permanecía inédita en castellano.
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