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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El compromiso con la fantasía

Hace unos días, leí una entrevista al escritor rumano Mircea Cartarescu donde sostiene que escribe solo sobre la imaginación y no comparte el gusto general por la literatura realista.

«No entiendo por qué hay que escribir sobre un divorcio» dice.

Recuerdo que Alberto Fuguet confesó que soportaba cada vez menos las novelas y se dedicaba solo a leer crónicas. Definitivamente, el ascenso de la crónica literaria en el habla hispana en la última década ha sido enorme, con una lista de autores importantes en cada país, multiplicándose las antologías, los proyectos comunes internacionales, las revistas especializadas e incluso exitosos cursos titulados como «De cerca nadie es normal», un taller para escribir perfiles dictado por uno de los cronistas peruanos más interesantes de esta hornada, Julio Villanueva Chang, fundador de la revista Etiqueta negra. Quizá, a diferencia de Cartarescu, Villanueva sí consiga encontrar sentido a escribir sobre un divorcio.

Ciertamente, cada vez se publican más crónicas, memorias, libros de no ficción, autobiografías y biografías. Sin embargo, acepto que a mí cada vez me interesa menos el cartelito «basado en hechos reales» en cualquier libro, y me dejo seducir por la capacidad de crear fantasías, ficciones poderosas con la capacidad para instalarse en el cerebro del lector con una fuerza que jamás tendrá la realidad y sus rutinarias certezas.

No intento teorizar sobre qué es la ficción en general, o la ficción realista en concreto (¿se habrá referido Cartarescu a Anna Karenina cuando dice que no entiende cómo alguien puede interesarse en un divorcio? Lo dudo). Solo quiero, en medio del desfile de cronistas y escritores documentados, romper una lanza a favor de aquellos que optan por la fantasía y la imaginación. Cuando leo una novela realista no me pregunto cuán real es lo que me cuentan, cuán topográfico es el retrato de las calles o si están datados los hechos que cuentan. Me dejo llevar, incluso en esos casos, por el ideal de un escritor que inventa un mundo sin necesidad de rendirle cuentas a la realidad. O, en todo caso, un autor que confía solo en la realidad que nace de sus propias necesidades como escritor, es decir, como suplantador de Dios o deicida (en palabras de Mario Vargas Llosa) creador de un mundo a su imagen y semejanza, cuyas reglas solo servirán para ese mundo.

Aunque me gusta la crónica o la autobiografía, he descubierto más verdad y más belleza en los libros de ficción. Creo que todos hemos venido al mundo a aprender una lección; dudo que la lección que debo aprender yo esté en un libro basado en hechos reales. Aprendo más de los seres imaginados, de los mundos de fantasía, que de cualquier intento de notariar acontecimientos. Prefiero perdeme por pasadizos que no llevan a ninguna parte, introducirme en sueños ajenos y encontrarme con fantasmas o seres imaginarios en vez de burócratas de trajes arrugados o personajes u objetos extravagantes a los que se les ha dedicado un perfil. Tampoco me molesta leer una novela y saber que el autor inventa un mundo que ya existe, edifica una ciudad de espectros encima de una ciudad auténtica. Me molesta el decorado, no me gusta las novelas que son como un episodio de Mad Men: un gran trabajo de producción que pretende retratar una época con tanta exactitud que resulta artificial. Prefiero el absurdo, la imaginación, la pátina intimista que nubla y borra las formas y las personas.

En épocas en las que, se dice, no existe el «escritor comprometido» yo he renovado mi compromiso con la fantasía. Lo he hecho gracias a Nostalgia, el maravilloso libro de Cartarescu publicado por Impedimenta. No puedo sino recomendarlo insistentemente, como quien recomienda no un destino turístico ni un viaje sociológico o antropológico a la vida de los otros, sino un lugar donde es posible recorrer por un tiempo para regresar luego al mundo con ojos nuevos, transparentes, y la certeza de que ese lugar ahora habita en nuestro interior.

Lean a Cartarescu.

Por Iván Thays