Si para describir a un personaje que aparece en escena en mitad del bosque sucio y cubierto de hojas, con el rostro quemado por el sol un autor decide decir “por su aspecto y su olor, Giles parecía el hermano mismo del otoño”, tiene andado mucho camino para ganarme como lector. Si además logra plasmar en su texto, plagado de interesantes reflexiones y referencias tanto literarias como filosóficas, una historia emocionante, llena de matices y, sobre todo, recrear un mundo propio del que se saborean los detalles, se sienten los olores y se conoce a los personajes, en ese caso lo tiene todo. Pocos ejemplos de lo antedicho encuentro más apropiados que esta magnífica Los habitantes del bosque, de Thomas Hardy.
Es una novela muy inglesa, con ese conflicto de clases que les es propio pero no tanto como enfrentamiento entre estas sino como dilema íntimo, como cuestión personal. El enfrentamiento entre la clase social a la que se aspira por educación y posibilidades económicas y a la que se pertenece por nacimiento y crianza, la conjunción de una familia de buena cuna venida a menos y una sencilla que ha prosperado, el conflicto entre la nobleza de sangre y la de comportamiento ejerce de motor narrativo de una historia que en realidad no necesita de otro motor que el talento de su autor, la prosa precisa, cálida y apacible de Thomas Hardy.
En Los habitantes del bosque los árboles, la naturaleza, son mucho más que el paisaje. La serenidad natural del bosque contagia a los personajes de una sensación que bien pudiera considerarse flema británica, que curiosamente está más presente en los habitantes de esta frondosa novela cuanto más humildes son. Hay un personaje que cree que va a ser asesinado por un árbol, y nadie le comprende, pero se me antoja que la identificación entre los habitantes humanos del bosque y sus habitantes vegetales es más que un simple recurso metafórico, pareciera que el autor quisiera privilegiar en los afectos que provoca al lector a aquellos personajes que son más fieles a su tierra, a aquellos que viven aferrados a sus raíces. Y no es que les destine menos dolor ni que se pueda decir que Giles Winterborne o Marty South sean más felices que el resto de personajes, pero sí es indudable que desprenden más nobleza y honestidad, que son mucho más fieles a sí mismos. Incluso Grace, la heredera de una fortuna que como tal ha recibido una educación refinada y ha conocido otra realidad, sólo alcanza cierta paz cuando se asume como parte de Little Hintock, el bosque en el que habitan todos ellos.
Y hay una parte de la novela que en su día debió ser revolucionaria, aunque vista con ojos del siglo XXI pueda resultar tímida, que es la denuncia de la injusticia para con la mujer de las leyes del imperio en lo que a su libertad e igualdad se refiere con la práctica imposibilidad legal de divorciarse o incluso su desprotección ante la separación. Puede parecer que el devenir final de los habitantes del bosque dulcifica un tanto la parte reivindicativa del texto, pero no creo que fuera esa la intención de Thomas Hardy ni desde luego es la que me queda a mi como lector.
Los habitantes del bosque es un libro magistralmente escrito, una obra que tiene la virtud de convertir a los lectores en habitantes de su propia realidad o, parafraseando al propio Hardy, «un regalo que el Tiempo nos hace a sus futuras víctimas». Disfrutemos pues del regalo.
Por Andrés Barrero