La elección del país asiático como continente de esta historia responde, entre otras cosas, al propósito de jugar con el doble sentido del título. De una parte, el país imaginado es para los chinos el de la muerte, allá donde habitan los que abandonan este mundo abarcable mediante Google Earth. De otra parte, si hay un lugar que, por remoto, ajeno e inexplorado, nos resulta a los occidentales más imaginado que real es precisamente China.
Con una voz narrativa a un tiempo austera y delicada nos adentra Berti en un macondo oriental poblado de estrambóticos paseadores de pájaros, de fantasmas y difuntos que desde el más allá prosiguen su contubernio con los vivos a través de la superstición y de los ritos ancestrales. Sobre este exótico fresco la niña Ling, a punto de dejar de serlo, aguarda espeluznada la concertación de su inminente compromiso nupcial con el extraño que le deparen sus padres. Y mientras otros deciden su futuro, ella sucumbe a la fascinación por la bella Xiaomei, hija de un vendedor de pájaros ciego al que la difunta abuela de Ling había comprado un mirlo blanco. Las dos jóvenes se citarán clandestinamente en el parque iniciando una ambigua y desconcertada amistad, refugio contra los designios de los adultos, y a través de la cual asomarse al laberinto de las emociones.
La sucesión de espectros y visiones que transitan por las páginas de este libro no debería disuadir a los más crédulos. Tal prejuicio habría impedido a la mayoría descubrir a Henry James, Poe, Rulfo, Stoker, García Márquez o Isabel Allende. Lo deseable, como siempre, no es la verosimilitud, sino el gradual e inadvertido deslizamiento del lector hacia la suspensión voluntaria de la incredulidad de la que hablaba el poeta Coleridge.
Una lectura de las pocas imprescindibles en estos tiempos, servida en el impecable formato al que nos tiene acostumbrados la editorial Impedimenta.
Por Lale González Cotta