Eran modificaciones que luego Hardy retiraba, para volver a su versión original, cuando la novela era editada como libro. Novelista y ensayista, además de escritor de relatos cortos, Hardy se hartó someterse a ese tormento creativo y también de que lo tachasen de depravado porque sus personajes tuviesen, y expresasen, sentimientos más allá de lo admitido por la estricta moral victoriana. De manera que un día anunció que abandonaba la prosa y solamente se dedicaría a la poesía.
Hardy, que murió en 1928, es considerado ahora por la crítica mundial como uno de las tres grandes poetas ingleses del siglo XX, junto con Yates y Eliot.
Los habitantes del bosque fue la primera de sus novelas por las que comenzó a ser reprobado. Al leerla ahora no entendemos por qué parecían tan ofensivas pues si algo caracteriza a Hardy es la extraordinaria sensibilidad al tratar a sus personajes y la exacta rectitud que utiliza para describir tanto las situaciones en que se ven envueltos, como los sentimientos que las llevan a ellas. Hardy no se regodea en escenas morbosas, bien al contrario, simplemente llamando la atención sobre un pequeño gesto es capaz de describir el oleaje interno que mueve la pasión. Se trata de situaciones que ahora nos parecen casi infantiles: dos amantes adúlteros cometiendo el arriesgadísimo lance público de rozar sus manos mientras se cruzan en el camino en una calculada casualidad, la herida de un disparo como la gozosa ocasión de abrazar y tocar al amado sin remordimientos ni culpabilidad, o cuando un marido que se sospecha engañado sólo osa preguntar a su mujer si su amistad con otro ha llegado a “la inferencia más extrema”.
Entiendo que todas estas circunstancias, como el cuidado que Hardy pone en el lenguaje utilizado, se deben a su sensibilidad de espíritu para hablar de las pasiones humanas. En esa aventura, el lector se encontrará con una historia de deseos mal entendidos, moralidades mal asimiladas, zozobras personales, y giros inesperados, hasta un final bastante inesperado. Y conocerá a una heroína, Grace Melbury, que a veces nos recuerda a las protagonistas de Jane Austen por su delicadeza, inteligencia y paciencia, pero que se separa totalmente de ellas por su falta de empatía y, sobre todo, por su acomodamiento a las imposiciones sociales.
Hardy supera a Austen, sin embargo, en el fresco social que presenta en su obra. En las novelas de la escritora se retrata muy bien un mundo muy concreto que es el de la aristocracia, depauperada muchas veces pero aristocracia al fin y al cabo, y nada más. El autor de Dorset incluye a todas las capas sociales, lo que enriquece su reflejo de la sociedad. Hardy logró, con esfuerzo, estudiar en la universidad de Londres, pero era el hijo de un albañil, por lo que puede hablar de ambos mundos, y es capaz de transitar con naturalidad por las diversas clases sociales, incluso (o quizá por eso) en una cultura tan clasista como la británica, sin perder fidelidad a cada una de ellas, mostrando cabalmente sus defectos y virtudes.
Y si en algo coincidían todos los estratos sociales en la Inglaterra de finales del XIX, según nos muestra Hardy, era en la rigidez de sus convencionalismos. La mayor preocupación era el qué dirán, el respeto a las tradiciones, el no salirse de su sitio… no quiere ello decir que los personajes sean, en general, hipócritas ni rastreros, al contrario, no suelen moverse por impulsos negativos (quizá el único personaje al que se retrata con un espíritu malvado sea el barbero Percomb), aunque en algunos casos esas buenas intenciones no queden muy claras. El mejor ejemplo es el señor Melbury, que se sacrifica para dar su hija la mejor educación y luego lamenta el riesgo de que pueda casarse con un buen hombre que la ama, pero de escaso patrimonio, porque le parece “echarla a perder”, como si fuera una inversión inmobiliaria.
En todo caso, parece que siempre el destino se impone a los personajes, en una suerte de determinismo darwinista, una doctrina muy de la época y muy del gusto de Hardy. Otra de las cosas que se aprecia en el libro es el amor por la naturaleza, quizá consecuencia de la infancia rural del autor; no en vano Hardy inventó una geografía (ese Wessex de sus obras, que sería una suerte de Dorset literaturizado) para sus historias. Ese bosque en el que habitan sus protagonistas es casi un personaje en sí mismo, con sus ciclos, sus humores, su vida apenas perturbada todavía por la actividad humana y, en todo caso, más grande que ella. En esa dicotomía, parece que Hardy se pone de parte de la naturaleza, dejando claro que las tribulaciones del ser humano resultan triviales frente a ella. Quizá por eso los dos caracteres más nobles y más auténticos del libro, -el más que cabal Giles Winterborne y la pobre Marty South-, son las dos personas que tienen una comunión perfecta con la naturaleza. Ambos parecen hechos de la misma materia que el bosque que los cobija. Hardy llega a decir en una escena en la que Giles se encuentra trabajando en el bosque que, por su aspecto, parecía “el hermano del otoño”. Quizá por eso lo llamó Winterborne (el que lleva el invierno). Marty, una mujer con mala suerte que nunca se lamenta, protagoniza una de las escenas más tristes que yo haya leído nunca, cuando debe dormir junto al cadáver de su padre simplemente porque nadie de entre sus buenos vecinos ha caído en la cuenta de que la habitación donde han colocado su ataúd es la de la joven. Esos buenos vecinos tan formales y victorianos.
Por María José Montesinos