Aparentemente una historia de época que trasluce en tono de reproche a la sinrazón. En un estado de cosas en el que la inmovilidad de clases determina a sus personas, la fuerza de la autoridad paterna hiere, los compartimento estancos avocan a sus mujeres. En definitiva, transmite Hardy con su historia un fatalismo novelado del que resulta difícil desprenderse. Cuestión principal que hace de su lectura un reflejo de una época pero también una crítica, como gran admirador de Shopenauer el más puro «sentimiento trágico de la vida», no tanto por sus tragedias, como por esa laminada sensación de estar ante un destino inexorable.
No se puede obviar la minuciosidad con la que escribió Hardy esta obra, deslizarse entre sus palabras es un deleite que requiere cierta adaptación pero que termina acogiendo al lector en su prosa. Sumida en esa cadencia ofrece descripciones de su naturaleza boscosa que lejos del tedio, hacen de esta lectura una experiencia sensorial y relacional. La vegetación y su vida establecen con quienes allí habitan una simbiosis digna de ser destacada. Así mismo, amores y pasiones se desenvuelven en una delicadeza inmensa, sorprende por ser exactas y sentidas bajo toda esa cortesía con la que se expresan.
El lector que por azar, decisión expresa o pura curiosidad se decida por conocer a Los habitantes del bosque encontrará entre sus páginas una camino sin retorno. Un sendero de palabras y recreaciones que trasladarán en el cuidado uso de sus tiempos y ambientación magistral. Thomas Hardy no toma atajos en esta ruta hacía el ficticio condado de Wessex y a la población de Little Hintock, desde su carretera abandonada irá dibujando en un pulso controlado a sus habitantes y el natural ambiente en el que moran su gente humilde. El aprieto estalla cuando en medio de un lugar como este se bosqueja también las diferencias de clases, servido el conflicto, el resto de la novela será un discurrir extraordinario.
Historia predestinada a la consecuente caída en la pluma del autor. Mi destino ha sido escrito con H.
«El hombre de campo, obligado a saber la hora del día en función de los cambios operados en la naturaleza. Es capaz de descubrir en el paisaje, cientos de matices y rasgos que nunca podrá discernir aquel que está acostumbrado a las campanadas regulares del reloj, pues no tiene la necesidad de hacerlo. De la misma manera utilizamos nuestra mirada con el amigo taciturno. El movimiento infinitesimal de un músculo, un gesto el cabello o una arruga, que nos pasan inadvertidos cuando los acompaña una voz, en ausencia de ésta son observados y traducidos hasta que prácticamente todo el círculo familiar que rodea a la persona silenciosa asume su estado de ánimo y sus significados.»
Thomas Hardy (Los habitantes del bosque)