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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El valor de la disidencia

Se ha vinculado la profusión de ediciones de Henry David Thoreau, ligada también al reciente aniversario de su muerte en 1862, a la actualidad de su pensamiento en relación con las respuestas posibles a la crisis o fenómenos como el 15 M e incluso -ya en el terreno de la pura fantasía- con las acciones de acoso de los activistas antidesahucios.

Dejando aparte el hecho de que los grandes pensadores -como lo es Thoreau- son siempre actuales, o de que su radical individualismo no parece compatible con iniciativas acaso justas, pero indudablemente gregarias, no resulta extraño que su nombre sea invocado por la difusa constelación de los indignados, aunque conviene precisar que ni se trata ahora de un rescate propiamente dicho -pues el autor norteamericano dista de ser un desconocido- ni es la primera vez que sus ideas son aprovechadas por los movimientos contestatarios. Respecto a lo primero, por mencionar sólo dos contribuciones de la última década, basta citar la edición de Walden que hicieron Javier Alcoriza y Antonio Lastra para Cátedra o la biografía -en vías de ser reeditada por Acuarela- de Antonio Casado da Rocha para Minúscula, que se unen a por lo menos tres traducciones anteriores de la obra magna de Thoreau y a otras tantas de Sobre el deber de la desobediencia civil, una de ellas del propio Casado. En relación con lo segundo, hay que recordar que ya en los años 60 y 70 fue considerado un precursor de la resistencia no violenta -es decir, la de aquellos, como él mismo, que se muestran dispuestos a ser encarcelados antes de renunciar a sus convicciones, pero en ningún caso se plantean agredir al adversario- o de los argumentos en favor de la autosuficiencia y la vuelta a la naturaleza.

Es cierto, sin embargo, que el origen de la crisis actual presenta notables semejanzas con lo que en época de Thoreau se llamó el «Pánico de 1837» -año de su graduación en Harvard-, un largo periodo de depresión que se tradujo en quiebras de bancos, múltiples ejecuciones hipotecarias y altas tasas de desempleo. Y que el ensayista de Concord, pionero de la ecología y de la causa del abolicionismo, denunció las condiciones de vida de las clases desfavorecidas, señalando lo absurdo de un reparto de la riqueza que excluía a amplias capas de la población norteamericana, acuciada por las deudas o por necesidades que -de acuerdo con su visión próxima al puritanismo- no lo eran en absoluto. Ahora bien, ni la noble pero contradictoria figura de Thoreau se presta a servir de bandera ni su pensamiento, hijo al cabo del siglo, ha sido reivindicado en exclusiva por los abogados del idealismo libertario. De hecho, quienes entre ellos se acogen a las filas de la izquierda deben compartir el culto al padre de la insumisión con liberales heterodoxos o belicosos integrantes de la facción anarco-conservadora, que simpatizan igualmente con su discurso individualista y en ocasiones han ido más allá de las pacíficas reflexiones de Thoreau para defender -bien poco solidariamente- su presunto derecho a prescindir del Estado. Lo malo, en fin, de poner los principios por encima de la ley es que cada cual tiene los suyos, que no siempre son tan elevados e irreprochables como la lucha contra la esclavitud o la preservación de los entornos naturales.

No es que el pensamiento de Thoreau no sea estimulante e incluso necesario, pero si lo seguimos leyendo con entusiasmo no es tanto por los conceptos, que podemos seguir en otros autores, como por la hermosísima manera en que los expresó, en los miles de páginas -muchas de ellas aún inéditas en castellano- que dejó a su muerte. Al margen del muy recomendable comic o biografía gráfica (La vida sublime) de A. Dan y Maximilien LeRoy, publicado por Impedimenta, y empezando por su obra más difundida, debe ser recibido con honores el nuevo Walden de Errata Naturae, que no es exactamente una edición crítica pero aporta una cuidada traducción de Marcos Nava García y se presenta anotado con generosidad y buen criterio, superando en este terreno al volumen de Cátedra. Mezcla de autobiografía, ensayo filosófico y compendio de observaciones sobre el entorno de la laguna donde Thoreau construyó su famosa cabaña, Walden es un libro maravilloso e inagotable que admite varias relecturas y resulta siempre inspirador, pues la escritura de Thoreau es un prodigio de sutileza que sabe alternar con admirable naturalidad la referencia a las ideas, a los seres y a las cosas, sin resultar nunca grandilocuente ni prolija. Los otros libros de Thoreau recientemente publicados, que sí aparecen por primera vez entre nosotros, son las Cartas a un buscador de sí mismo, traducidas por Antonio García Maldonado para Errata Naturae, y el volumen I de El Diario (1837-1861), traducido por Ernesto Estrella para Capitán Swing. Este último propone la versión resumida, a cargo de Damion Searls, de una obra de proporciones oceánicas que Thoreau comenzó a los 20 años, continuó durante un cuarto de siglo y contiene las claves tanto de su personalidad introspectiva como de su ideario vitalista.

Dirigidas por el autor de Massachussetts a Harrison Blake, un antiguo condiscípulo al que conoció en casa de Emerson y que tras su muerte, por cierto, heredaría los diarios de Thoreau, las Cartas ofrecen un valioso recuento de sus temas predilectos. En una Nota preliminar, los editores –Rubén Hernández e Irene Antón– contraponen con acierto e ironía las figuras de Emerson y Thoreau, que como es sabido y era acaso previsible, dados los temperamentos respectivos, tuvieron sus diferencias, aunque compartieran hasta cierto punto la misma fe trascendentalista. «He sido maestro de escuela, tutor privado, agrimensor, jardinero, granjero, pintor (de casas), carpintero, albañil, jornalero, lapicero, fabricante de papel de lija, escritor y, a veces, poetastro», anotó Thoreau como respuesta a un cuestionario que le presentaron en Harvard, y nadie puede imaginarse al estirado Emerson expresándose en tales términos. Es por ello inevitable simpatizar con el autor de Walden, pero tampoco debemos rebajarlo a la categoría de hippie asilvestrado, porque Thoreau, pese a sus paradojas y excentricidades, es un intelectual de primer orden cuyos ideales no pueden ser reducidos a consignas. Esa es de hecho una de las principales enseñanzas que ofrece su lectura. No hay rebelión posible, o digna de ser tomada en cuenta, si no andan de por medio la reflexión, la responsabilidad, la autoexigencia, un profundo sentido de la ética o de la belleza. Sólo entonces, lejos de los discursos fáciles, cobra todo su valor el ejercicio de la disidencia.

Por Ignacio F. Garmendia.