cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«La juguetería errante», una aventura oxoniense

La editorial Impedimenta está emprendiendo la publicación de la obra policiaca del escritor Edmund Crispin, olvidado autor británico perteneciente a la estirpe de los grandes del género en esa vertiente tan reconociblemente inglesa de la novela-intriga, del whodunit, es decir, de la novela policiaca de suspense en su pretensión más fina y elegante.

La que todavía hoy tiene como más famosa cultivadora a Agatha Christie, pero que también cuenta con nombres tan fundamentales como los de John Dickson Carr, Michael Innes o Dorothy L. Sayers.
Esa saga policiaca de Crispin está asociada al nombre del detective amateur que la protagoniza, el profesor de literatura de Oxford Gervase Fen, y que consta de nueve novelas y dos colecciones de cuentos. Curiosamente, la edición de Impedimenta no se está efectuando en orden cronológico, sino que empezó, a finales de 2011, por la tercera de las novelas, La juguetería errante (1946), y ha continuado con la cuarta, El canto del cisne (1947). Y el motivo, creo, se debe a la extraordinaria calidad de la primera de las novelas señaladas, que desborda incluso los límites del codificado género al que pertenece para proclamarse como un memorable divertimento lindante con la fantasía más abstracta, digna heredera de las inolvidables fábulas policiacas del genial G. K. Chesterton, aunque no llegue a alcanzar la misteriosa densidad de éste. En cualquier caso, motivo para engancharse a las aventuras de Gervase Fen.

Edmund Crispin es, en realidad, el seudónimo que eligió Bruce Montgomery (1921-1978), licenciado en Lenguas Modernas en ese Oxford que es el gran protagonista de sus novelas. Seudónimo extraído de la memorable novela de intriga ¡Hamlet, venganza! (1937), obra de uno de sus autores policiacos de referencia, el escocés Michael Innes, seudónimo a su vez de John Innes Mackintosh Stewart, profesor en Oxford. Sin embargo, aunque Crispin eligió como protagonista de sus novelas también a un docente oxoniano, y aunque fue allí organista y maestro de coro durante un par de años, su campo profesional estuvo ocupado primero por la literatura y después por la música. De hecho, y es un dato sorprendente que he encontrado al preparar esta reseña, fue un reconocido compositor de bandas sonoras durante los años 50. A partir de los años 60, reconvirtió su labor a la crítica musical y literaria (de novelas de detectives y de ciencia-ficción) para la prensa.

Su periodo artístico, de hecho, puede calificarse de breve, y se concentra en un par de décadas. La primera, la de los 40, tuvo la literatura como su principal actividad, y de hecho es en ella donde publicó la mayor parte de sus novelas, empezando por El caso de la mosca dorada, de 1944. Crispin publicó en años consecutivos otros ocho libros, y entonces pasó a consagrarse de modo casi exclusivo a la música de cine, destacando su asociación con dos series de gran fama dentro de la comedia británica de la época: la de Un médico en…, que lanzó a la fama a Dirk Bogarde, y la muy longeva (y casi desconocida fuera de su país) Carry On…, especializada en la parodia.

Un mero vistazo a las fechas indica que su carrera literaria es, prácticamente, un destello de juventud. Crispin tenía apenas 23 años cuando publicó su primera novela, y a los 31 dejó de escribir con regularidad. Resulta de lo más curioso porque, leídos al menos los dos títulos editados por Impedimenta, lo que parecen delatar sus páginas es a un narrador de mucha mayor edad, provisto de una rica ironía vital, a un auténtico dilettante que, en el otoño de su madurez, y casi a modo de pasatiempo, coge la máquina de escribir y vuelca su experiencia en el registro de una crónica policiaca en la que casi lo que menos importa es precisamente el enigma policial.

El debut de Fen se produjo, como he indicado, en El misterio de la mosca dorada, de la que hay una antigua edición española publicada por Alianza Emecé dentro de la estupenda colección «Selecciones del Séptimo Círculo», que en su Argentina natal patrocinaron Borges y Bioy Casares. Curiosamente, esta novela carece de la menor personalidad: es un tópico whodunit, con la clásica galería de sospechosos cualquiera-de-los-cuales-puede-ser-el-asesino. Crispin todavía no ha encontrado la personalidad que revela La juguetería: parte con respeto de un modelo y, como mucho, se atreve a incorporar ese gusto por las referencias literarias que tanto caracterizarán sus novelas. Sin embargo, la novela es muy mediocre: los personajes están trazados con torpes pinceladas psicológicas, sus ribetes románticos son como poco insoportables (todo el mundo quiere casarse en esta novela) y el mismo Gervase Fen aparece muy desdibujado, e incluso resulta francamente cargante: que casi desde el primer momento proclame que tiene claro quién es el asesino y no haga nada para detenerlo cuanto antes, permitiendo que éste mate de nuevo, no parece muy de recibo.

Pues bien, parece mentira que, con solo otro libro por en medio, y una distancia de tan sólo dos años, Edmund Crispin fuera capaz de liberarse de los corsés del género para dar pie a una novela tan libre, divertida y espontánea como la que ocupará las siguientes líneas.

El primer acierto de La juguetería errante es que Crispin libera su estructura argumental del típico y acartonado esquema del whodunit. Aunque la libertad compositiva se va atenuando conforme avanza la trama, y la parte final acaba correspondiéndose ya con el modelo ortodoxo, el resto posee una ligereza y una heterodoxia inolvidables. Y no es que transite ninguna senda nueva. La novela tiene el aroma de aquellos encantadores thrillers que componen la etapa inglesa de Alfred Hitchcock, tipo 39 escalones (1936) o Alarma en el expreso (1938). Pero, si buscamos un referente literario, ha de hallarse en el mencionado Chesterton. Como en muchas de las grandes obras del autor, verbigracia El hombre que fue Jueves, su punto de partida es el momento en que un individuo, hastiado de eso que se llama «vida corriente», decide lanzarse por los caminos en busca de aventuras dignas de las de antaño, o de, al menos, los libros que componen nuestra memoria sentimental.

Ese individuo es un poeta, Richard Cadogan, quien, tras una disputa con su editor, que se niega a anticiparle el dinero que necesita para ese periodo de vacaciones con el que conjurar la atonía en que cree que ha caído su inspiración literaria, parte hacia la ciudad donde estudió, Oxford. Llega allí en mitad de la noche y, al atravesar una calle solitaria, llama su atención una juguetería cuyo toldo, movido por el viento, atrae su curiosidad. Descubre que está abierta y ese maldito numen que llevan consigo todos los poetas lo impulsa a penetrar en su interior. Cadogan descubre en una de las habitaciones superiores de la juguetería el cadáver estrangulado de una mujer mayor. Solo que el asesino también lo descubre a él y lo deja inconsciente. Recuperado el sentido, Cadogan escapa de la casa y corre a la comisaría. Cuando vuelve con la policía a la misma calle, y al mismo local, no hay rastro de la juguetería: en su lugar hay una tienda de ultramarinos cuyo encargado manifiesta, con completa y perpleja credibilidad, que allí siempre ha estado ese mismo negocio…

Es el comienzo de una aventura que abarca poco más de 24 horas. Cadogan se pone en contacto con su viejo compañero de estudios Gervase Fen, quien se hace de inmediato con las riendas de la investigación, conduciendo al espectador a los terrenos de una hilarante aventura que trasciende los límites de la mera novela-intriga. En efecto, lo que importa aquí no es quién es el asesino, sino el cosquilleo que produce la restauración de la realidad a partir de una peripecia, la de Cadogan, que muy bien parece tener la misma sustancia del sueño. Cómo puede aparecer y desaparecer una juguetería con un cadáver dentro (juguetería con la que, de improviso, el mismo Cadogan se tropezará unas horas después, pero en otra calle de la misma ciudad) es el motor argumental y espiritual de una arrasadora aventura que, en primer lugar, crea un escenario en el que, se demuestra, puede suceder cualquier cosa, ese Oxford al que el lector se siente transportado de modo arrebatador, haya estado alguna vez en él o no. Transmutado en un espacio onírico, Crispin también lo convierte en un espacio poblado de un humor absolutamente delirante, de la mano de un personaje que, ahora sí, resulta deslumbrante. Descrito como alguien cuya siguiente observación verbal puede ser por completo impredecible, dueño de un destartalado deportivo rojo, el Lily Christine III, a bordo del cual es un auténtico peligro (para los transeúntes y para los incautos que suben en él), amante de la provocación por puro sentido de la diversión, más cómodo en el salón de un buen pub que en un aula (nunca lo veremos, de hecho, dedicar momento alguno a preparar clases), sin embargo lo que mejor define a Fen es su continuo recurso a la referencialidad literaria. Gervase Fen es un hombre que transforma la vida en literatura, sea recordando de continuo elementos extraídos de alguna obra, sea convirtiéndose él mismo en un ente de ficción.

Así, cualquier peripecia o cualquier nuevo encuentro sirven a Fen y a Cadogan para cobijarse enseguida bajo el familiar soporte de una cita literaria. De hecho, en los momentos de impasse, la pareja se entretiene con juegos que enseguida dan ganas al lector de jugarlos él mismo: una lista de personajes literarios insoportables (entre los cuales se citan a lady Chatterley y su guardabosques, a los shakesperianos Beatriz y Benedick), y más tarde de libros detestables. Incluso, Crispin se ríe de sus propios gustos literarios, puesto que parece burlarse de la venerable Jane Austen —al hacer que uno de los personajes más grotescos, un pobre borracho que sólo desea pegar la hebra con cualquiera, sea un ferviente defensor de esta autora, dispuesto a defenderla ante cualquier tribunal—, cuando en realidad era una de sus autoras predilectas. En La juguetería errante, Oxford diríase un lugar en que es imposible que no haya un habitante con profundos gustos literarios. El director de la policía local sólo parece tener interés en analizar con Fen la obra de Shakespeare Medida por medida; el camionero que aparece un par de veces, de modo bastante providencial, para hacer avanzar la trama, es aficionado a endosar a sus pasajeros con inesperados panegíricos por D.H. Lawrence, cuyos personajes más famosos ya he señalado líneas arriba cómo serán incluidas en la lista de execración reseñada.

Pero es más, incluso el mismo Fen, en un requiebro inesperado que con otro autor habría valido para incluirlo en el panteón de la Modernidad, acaba luciendo su condición de personaje de ficción cuando, inesperadamente, realiza un chiste sobre la editorial que va a publicar el mismo libro que él esta protagonizando. Ni Unamuno.

La cuestión es que la acción del libro va avanzando con una irresistible ligereza, creando en el espectador la ilusión de que cualquier cosa puede pasar, haciendo que esté atento antes a una réplica, a una situación, a la caracterización de un nuevo personaje, que a la clave del asesinato que se está investigando. De hecho, y aunque resulta bastante original, al final vuelve a suceder lo que Borges decía sobre los enigmas literarios: su resolución acaba siendo bastante inferior a su planteamiento. No quiero ser aguafiestas, pero yo hubiera preferido que La juguetería errante hubiera sido una aventura en bucle, bien consciente todo el tiempo de su literariedad, antes que volver a la senda confortable de las explicaciones lógicas. Prefiero al Crispin sugestivamente irracional que al lógico.

Porque la lectura del siguiente título de Impedimenta, El canto del cisne, obliga a plantearse si La juguetería errante no es un libro irrepetible en la trayectoria de su autor. Este nuevo caso de Gervase Fen está más cerca del grisáceo El misterio de la mosca dorada que del que nos ha ocupado hasta ahora. Es verdad que el dominio que tiene el autor sobre sus recursos narrativos no se pierde, que el mismo espíritu espontáneo anima todas las intervenciones del protagonista, que Oxford sigue teniendo un notable peso atmosférico en el desarrollo del caso. Pero ya la galería de los sospechosos es de lo más corriente, se dedica demasiado espacio a la ortodoxia del género, con sus pistas y contrapistas, con los vanos alardes de genialidad del detective amateur. Incluso, la trama se corresponde con una variante demasiado rígida en la novela-intriga, el crimen en una habitación cerrada, o al menos en un espacio en el que resulta difícil explicar cómo se ha podido entrar, lo cual resta gran parte de esa libertad compositiva que destacaba en el libro anterior.

Pese a todo, sigo lo suficientemente interesado en la saga de Gervase Fen como para esperar próximas publicaciones del autor en Impedimenta. Para septiembre ya se anuncia una nueva entrega, cuyo título de aroma shakesperiano, Trabajos de amor ensangrentados, promete otra aventura detectivesca de tono irónico-erudito.

Por Jose Miguel García de Fórmica-Corsi.