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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

A Henry David Thoreau (1817-1862) se le recuerda principalmente por dos cosas, a menudo mistificadas: el tiempo que pasó recluido en una cabaña cerca de la laguna Walden (fueron dos años que no vivió precisamente en soledad, del 4 de julio de 1845 al 6 de septiembre de 1847) y las tesis de su ensayo político Desobediencia civil, publicado en 1849, a partir de las decisiones que lo llevaron a pasar una noche en la cárcel, hasta que su tía pagó la fianza. Su vida, claro, no se redujo a estos eventos: fueron instancias de la congruencia que mantuvo con los principios del trascendentalismo, movimiento filosófico con aires panteístas que, sin embargo, tenía en gran estima a la autonomía de conciencia y al individualismo (Thoreau, junto con su amigo y maestro Ralph Waldo Emerson, habría de convertirse en uno de sus más conocidos exponentes). Una camada reciente de ediciones nos ayuda a tener una visión más comprensiva de la vida y pensamiento de Thoreau, quien también debe ser recordado, para bien o mal, como un prominente liberal.

La biografía ilustrada Thoreau, la vida sublime, de los franceses Maximilien Le Roy y A. Dan, será de particular utilidad para quien busque una breve pero efectiva introducción a su pensamiento. Quien haya leído Nietzsche (publicada por Sexto Piso en 2011) reconocerá algunas de las estrategias de Le Roy (quien, para aquel título, se basó en la biografía de Michel Onfray): elegir una serie de momentos significativos en la vida de un pensador para delinear –en viñetas atmosféricas que transmiten la sensación de pensamientos agitados– la relación entre la vida de un hombre y su pensamiento. Obviamente, este vínculo fue particularmente claro en Nietzsche y Thoreau, filósofos y poetas que llevaron a la vida práctica lo que “predicaban” (sería impreciso decir que, en efecto, predicaron; es sabido que Nietzsche aspiraba a no tener auténticos discípulos y Thoreau, aunque impartió varias conferencias e hizo públicas en más de una ocasión sus posiciones abolicionistas, confiaba en que cada individuo debería ejercer una relación particular, propia e irrepetible, con la realidad).

Si en Nietzsche el momento en que el filósofo alemán se contagió de sífilis cobró una importancia príncipe (por el rol que tuvo entre la locura, la enfermedad y la genialidad del filósofo alemán), en Thoreau, la vida sublime la narrativa inicia con ese segundo nacimiento que significó para el norteamericano su retiro a las cercanías de Walden (la biografía comienza precisamente en el momento en que pide prestada un hacha para iniciar las labores que supusieron la construcción de la cabaña). Pero como ocurre también en Nietzsche, para Thoreau, la vida sublime Le Roy, ocasionalmente se ve en la necesidad de reducir momentos introspectivos a unos cuantos paneles (el formato lo obliga a ello). Las observaciones que Thoreau recoge en Walden (1854) sobre las batallas campales de las hormigas, por ejemplo, son retratadas en unos cuantos recuadros, a pesar de su importancia. Debe celebrarse, sin embargo, la capacidad de síntesis e insistir en que se trata de una buena introducción al pensamiento de ese “buscador de sí mismo” (el cómic se muestra aquí como un formato que también es capaz de retratar la vida introspectiva de una figura histórica, que no es poca cosa).

Entre las novedades que ahora pueblan las mesas de las librerías, destaca una edición y traducción de Walden (publicada de forma íntegra –es común encontrar títulos que sólo seleccionan algunos capítulos– por Errata Naturae, a cargo de Marcos Nava García), de cuyo capítulo, “Vecinos animales”, copio la siguiente descripción de una batalla campal entre dos ejércitos de hormigas:

«Un día, cuando caminaba hacia mi leñera o más bien mi montón de tocones, vi dos enormes hormigas, una roja y la otra mucho más grande, casi de media pulgada de largo y negra, luchando de manera furiosa. Se habían trabado y no se separaban, sino que peleaban y rodaban por entre las astillas sin descanso. Fijándome un poco mejor, descubrí que las astillas estaban cubiertas de combatientes, que no era un duellum sino un bellum, una guerra entre dos razas de hormigas, las rojas haciendo siempre frente a las negras y, en muchos casos, dos rojas contra una negra. Las legiones de estos mirmidones se extendían por las colinas y los valles de mi leñera y el terreno estaba ya sembrado de cadáveres y moribundos, tanto rojos como negros. Fue la única batalla que he presenciado, el único campo de batalla por el que he pasado mientas se libraban las operaciones; una guerra intestina entre republicanos rojos de un lado e imperialistas negros del otro. Allá donde uno mirase se entregaban a un combate mortal, a pesar de que no se escuchara nada, con más bravura de la que jamás mostró ningún soldado humano. En un pequeño valle soleado entre las astillas vi a una pareja atrapada en su propio abrazo, dispuesta a luchar todo el día hasta que cayera el sol, o su oponente. La pequeña campeona roja se había agarrado como un vicio a la parte delantera de su adversaria y, a pesar de los tumbos que iban dando, no dejó ni por un instante de morderle una de las antenas a la altura de la base –ya le había arrancado la otra–, mientras la negra trataba de sacudírsela después de haberle cercenado varios miembros, como pude certificar al acercarme. Su lucha era más acérrima que la de dos Bulldogs. Ninguna manifestaba la menor intención de retirarse. Era evidente que su grito de guerra era ‘vencer o morir’. […] En ese momento no me hubiera asombrado descubrir que tuvieran sus respectivas bandas de música situadas en alguna astilla más elevada, tocando sus marchas nacionales para animar a los remisos y estimular a los combatientes moribundos. Yo mismo me sentía, en cierto modo, tan agitado como si se tratara de hombres. Cuanto más pienso en ello, menos diferencia encuentro. Y desde luego, no hay una sola batalla en los anales de Concord, o incluso en los de los Estados Unidos, que aguante ni por un momento la comparación con esta batalla, tanto desde el punto de vista de los efectivos como del patriotismo y heroísmo desplegados…».

Es un pasaje ejemplar: muestra las estrategias predilectas de Thoreau. Concuerda con su trascendentalismo al vincular pequeñeces con eventos grandiosos (una batalla épica, en un hormiguero); da claras muestras de su erudición (a lo largo de Walden, Thoreau no sólo hará referencias al mundo clásico o a pasajes bíblicos, también refiere a Shakespeare, a sus contemporáneos e incluso a filosofía oriental); demuestra su posición ante valores idiotas como el patriotismo, su desdén por la violencia (los hombres, que en poco se distinguen de las hormigas); y a la vez, muestra lo árida que puede llegar a ser su prosa, lo cual es comprensible, pues está sembrada de tecnicismos, propios de sus investigaciones como agrimensor y naturalista; por ejemplo, esto que tomo del capítulo “La laguna en invierno”: «Observé que, sobre cinco calas, tres que fueron sondeadas tenían un alfaque que cruzaba sus bocas y mayor profundidad en el interior, de forma que la bahía tendía a ser una expansión de agua dentro de la tierra, no sólo en sentido horizontal, sino también en vertical, y a formar una cuenca o laguna independiente, y la dirección de los cabos indicaba la del alfaque. […] Conforme la boca de la cala es más amplia, aumenta la profundidad del alfaque respecto a la cuenca. Dados, pues, el ancho y el largo de la cala y las características de la orilla circundante, se tienen los elementos necesarios para deducir una fórmula válida con carácter general.»

Surge pronto la tentación de arrojar aquí un sardónico “etcétera”, pero la verdad es que incluso de estos tediosos pasajes, Thoreau a menudo logra conducir al lector a conclusiones con cierta relevancia para su vida práctica (es decir, para su vida moral): «Mis observaciones sobre la laguna no son menos ciertas en el terreno de la ética. Es la ley del término medio. La regla de los dos diámetros no solamente nos guía hacia el sol en nuestro sistema y hacia el corazón en nuestro cuerpo, sino que, si trazáramos líneas que señalasen el largo y el ancho del conjunto de las conductas cotidianas y propias de un hombre, y tuviéramos en cuenta el oleaje de su vida y sus calas y afluentes, encontraríamos en esa intersección la altura o profundidad de su carácter. »

Walden es un libro de ética. Su intención, como la que tenía Chéjov para su narrativa, es mostrar lo malas y aburridas que son nuestras vidas, sometidas a los yugos de los falsos deberes, las distracciones y lo que consideramos riquezas: «La mayoría de los hombres vive vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza. De la desesperada ciudad vais hasta el desesperado campo, y tenéis que consolaros con la dignidad de los visones y las ratas almizcleras. Incluso tras los llamados juegos y diversiones de la humanidad se encuentra una desesperación tan estereotípica como inconsciente. No suponen un verdadero esparcimiento, pues éste tan sólo llega después del trabajo. Una característica de la sabiduría es no hacer cosas desesperadas.»

El mismo talante ético puede apreciarse, obviamente, en su ensayo político Desobediencia civil (ahora circula en librerías una edición reciente a cargo de Tumbona, en traducción de Sebastián Pilovsky). El célebre opúsculo, ¿hace falta decirlo?, continúa la estela socrática al afirmar que conviene padecer una injusticia (como ser encarcelado) que cometerla (como pagar un impuesto que, sabemos, pagará acciones injustas: la esclavitud, la guerra). Thoreau lo planteó con fines políticos: llama a los ciudadanos a poner la conciencia por encima del Estado (su contemporáneo, el cardenal John Henry Newman, sugeriría algo similar: «En caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa –desde luego, no parece cosa muy probable–, brindaré por el Papa con mucho gusto. Pero primero por la conciencia»). Pero Thoreau –si nos atenemos sólo a su ensayo– tiene la misma falla que Sócrates: considera, al final, no sólo que vale la pena argumentar, sino que basta señalar el error para que se enmiende, que es suficiente persuadir al enemigo para que cambie de parecer y obre correctamente. Thoreau, en fin, parte de una condición de necesidad: la existencia de un gobierno justo que, ocasionalmente, puede obrar mal. Creo que hoy cabe preguntarse, cuando se cacarea tanto la desobediencia civil, la resistencia pacífica, si esa condición de necesidad ha sido cumplida. Y si no es así, ¿por qué insistir con la desobediencia civil? ¿No es una posición tibia?

El mismo cariz ético puede apreciarse en Cartas de un buscador de sí mismo, la colección de misivas que Thoreau envió a su amigo Harrison G.O. Blake (a quien conoció a través de Emerson), y que ahora publica Errata Naturae (en traducción de Antonio García Maldonado). Como en Walden, aquí pueden apreciarse sus, digamos, axiomas trascendentalistas, pero también su cercanía a la filosofía oriental (especialmente al budismo) y su compromiso con ser fiel a uno mismo. Las cartas –los editores las comparan con las que Séneca envió a Lucilio– dan cuenta de sus críticas al gobierno de los ee. uu. (en especial a ese disparate conocido como el Destino Manifiesto); el respeto que tenía por los nativos norteamericanos (los editores también apuntan diligentemente que Thoreau fue de los primeros en criticar la forma en que los ee. uu. quitaron a los nativos sus tierras, especialmente en Una semana en los ríos de Concord y Merrimack, de 1849; un respeto, dicho sea de paso, que es retratado a conciencia en Thoreau, la vida sublime); su ecologismo; o su compromiso a no perder el tiempo: «Pero ¡qué batalla tiene que luchar un hombre para mantener en pie su ejército de pensamientos y marchar con ellos en ordenada formación sobre un terreno siempre hostil! ¡Cuántos enemigos tiene el pensamiento cuerdo!».

Lector, no tiene por qué saberlo, pero mientras escribo esto intento también mantener una chimenea ardiendo. Me distraigo. Pero que al menos esto permanezca de Thoreau: el propósito personal, autónomo, de dirigir un ejército de numerosos, valientes y bien disciplinados pensamientos.

Por Guillermo Nunez