¿Qué puede hacer de Henry David Thoreau (Concord, Massachusetts, 1817-1862) un mito que no cesa? Casi doscientos años después de su nacimiento, apenas nadie cuestiona la figura de Thoreau. Es posible arremeter contra sus ideas, aunque quien lo hace no deja de mostrar respeto. Es posible arremeter contra su idealismo, aunque en el crítico puede subyacer la envidia o su hermana gemela, que es la incomprensión. Es posible cuestionar en qué calidad humana se encuadra su anarquismo, pero no cabe negar que en ese anarquismo está presente la poesía. Porque no lo construye con aquello que cabe dentro de un libelo político, ni con entrevistas célebres forjadas en el ingenio. No lo expresa con palabras, a pesar de que de todas las materias de las que se puede construir el lenguaje, escogió las palabras para expresarse. En realidad, su esencia humana es de fundamento anarquista porque, como demuestra en el lirismo con que trazó su vida, era un hombre que tenía fe en las personas. Pero no en los estados.
Acostumbrado a pensar mientras paseaba por los grandes espacios, a un ritmo nada acelerado, pues estaba enamorado de la lentitud; a observar la naturaleza y a renegar de todo aquello que la estuviera destruyendo; a escribir con una prosa sin otra ambición estilística que no fuera la limpieza, Thoreau sostenía que si a un soldado se le daba una buena educación, el resultado, inevitablemente, sería que terminaría desertando. Esa es su filosofía, que está encerrada en su forma de vivir, tan coherente con sus sentencias, sin teorías sistemáticas.
De ahí que destile tanta lucidez: su obra es una obra en marcha, la obra de un caminante. Alguien que consigue, con su ejemplo, que nos resulte impensable separar el compromiso social del respeto a la naturaleza. Un mito necesario para una condición humana que siempre ha necesitado mitos para no abandonar esa razón que nos incita a pensar que la vida vale la pena, esa razón que se resume en la feliz expresión de Eduardo Galeano: “el derecho al delirio”. Y, por encima de todos, el derecho al delirio como demostración de hombre libre.
Bosque.
Pero, para Thoreau, el delirio no sería un sueño imposible. Sería, más bien, la salazón de una vida sublime, la vida en los bosques, la vida bajo el auspicio de la leyenda del Beatus Ille, con la sinceridad del austero buen salvaje, que es un ser real, que está al alcance no de todos los hombres, pero sí de cada uno de los hombres. Pero, para mantenerse en la lucha –porque lo importante es no bajar los brazos–, no basta con manifestarse en contra de la oligarquía, de la mercantilización, del capital y las finanzas y del imperialismo. Saberse vivo es luchar, y la batalla se gana sumando, añadiendo bien al bien. Y no cabe otra fórmula para que bonhomía tome cuerpo que no sea el ejemplo. De ahí que los defensores del medio ambiente, los pacifistas, los libertarios, los activistas que defienden el decrecimiento o que presentan alternativas a la guerra que se llama globalización, o los que denuncian cualquier forma de injusticia, tomen a Thoreau como mito. El modelo a seguir, en buena medida, es el del amante de la soledad, porque en la soledad más bondadosa está el silencio y la poesía del bosque, las buenas cosas que nos llevan a regenerarnos y a renovar nuestro compromiso.
Y la esencia de Thoreau, no la del hombre que fue, sino la del que sigue siendo, se encuentra en este cómic biográfico. Se trata de un cálido compendio en el que la selección de varios episodios extraídos de su obra, de Walden o de sus diarios, resumen el sentir de este filósofo de la naturaleza. Escrito y dibujado con parsimonia, lo que impone el tono del cómic, la vigencia del mito de Thoreau, es el color y la serenidad del color. Tal vez uno de los dos grandes aciertos que encierra este volumen. El otro gran acierto es ese corazón que late en la idea de publicarlo: esa llamada de atención para que no nos olvidemos de las cosas que nos vienen bien recordar, para resucitar las razones por las que merece la pena vivir.
Por Ricardo Martínez Llorca