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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

T. C. Boyle: «Las mujeres»

El primer crítico literario moderno fue Dante. La idea de meter en el cielo, el infierno o el purgatorio a los autores de su época o de épocas pasadas es una idea moderna, postmoderna y muy actual.

Una condena de tal calibre convierte al crítico en un dios sin parangón, un adelantado al juicio final. Cervantes también hizo de crítico, aunque más terrenal, y cambió la ordenación divina e infernal por el fuego real. Como la inquisición de su tiempo, a los libros, o los quemaba o los salvaba, en una crítica a la propia inquisición con resonancias neopunks. Hoy, en mi siempre placentera labor crítica de Las mujeres de T. C. Boyle, publicado por la editorial Impedimenta, me voy a decantar por el modelo dantesco, y voy a relacionar el libro que nos ocupa, con los círculos celestiales e infernales.

Las mujeres es una biografía novelada de los amores del arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright. Frank Lloyd Wright tuvo una vida digna de novela. Hijo de un ministro de la iglesia, empezó unos estudios de arquitectura que abandonó para iniciar una carrera que lo convirtió en el más ilustre arquitecto de su país y quizá del mundo. Muy joven se casó con Kitty, con quien tuvo seis hijos, pero pronto comenzó con sus devaneos amorosos por Oak Park, el barrio en el que vivían. Devaneos que le llevaron hasta Mamah, una mujer casada con uno de sus patronos, Edwin Cheney, y por la que abandonó a su familia. Mamah y Wright no se pudieron casar por las leyes de entonces, y cohabitaron en Taliesin brevemente hasta que un criado venido de Barbados asesinó con un hacha a Mamah, sus dos hijos y cuatro personas más. Tras ello, Wright inició una relación con Miriam, una escultora morfinómana y con brotes esquizoides (que le llevó por el camino de la amargura), y terminó con Olgivanna, una bailarina montenegrina. Por el camino, quedaron obras como el Hotel Imperial de Tokio, Taliesin, el museo Guggenheim de NY, la casa de la cascada, y otras que justifican un viaje estético por Estados Unidos en otoño (u otra estación si así lo desean; un viaje que sea un “solo de Wright”).

La novela comienza como una pelea de barrio. Sorprendentemente, el autor y el editor nos regalan con algunos puñados de arena directos a los ojos y alguna patada en las partes pudendas a las primeras de cambio. El autor, con un empeño propio de psicópata literario, comienza a narrarnos la historia desde el punto de vista de un aprendiz japonés de Wright. Una voz que asoma en las introducciones y en las notas a pie de página (auténtica violación de la intimidad lectora), con un tono que oscila entre lo incomprensible, lo ridículo y lo impertinente. El editor, quizá con la anuencia del traductor (o viceversa), nos regala una transcripción del nombre de Wright como “Wrieto san”, que leído por un hablante del inglés puede sonar como Wright, pero que leído por un lector hispano suena como una mezcla entre “prieto” y algo que ni se entiende. ¿Por qué no haberlo transcrito como “Wraito san”? El autor se toma otra licencia -ésta más discutible que la pintoresca voz narradora nipona- y es invertir el orden cronológico de los amores de Wright y comenzar con la última amante, Olgivanna, seguir con Miriam, para acabar con Mamah y la matanza. Uno puede comprenderlo simplemente porque la vida del arquitecto fue antihollywoodiense: tuvo el clímax con la primera amante, y el resto fueron realmente secuelas. Pero el resultado es extraño, rechina al final sobre todo.

Por todas estas razones, condeno al editor a un purgatorio de un mes (en compañía del traductor), y al autor a otro purgatorio más extenso, de un año. Espero que con ello rediman sus pecados literarios. Mientras tanto, yo quizá vuelva a leer un libro que, con tantos defectos, es divertido, ilustrativo, y casi imprescindible para los amantes de Wright y de la pasión del amor.

Por José Pazó Espinosa