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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Shakespeare como excusa [«Trabajos de amor ensangrentados»]

Siempre es un acontecimiento que veamos publicada una novela de detectives.

No deja de ser curioso que con el impulso de Agatha Christie, figura reconocible y prestigiosa de este tipo de novelas y miembro del famoso «Detection Club» del que ya he hablado alguna vez en otros posts, no haya sido aprovechado para publicar otros autores similares del club o fuera de él.

Ni el auge de la novela negra ha conseguido que se publiquen más y es una verdadera pena; solo Chesterton y Christie son publicadas con regularidad. Berkeley no tiene pinta de aparecer más y no digamos el resto. Crispin no fue exactamente de dicho club pero es, inequívocamente, una muestra espléndida de dicho género, sobre todo por su capacidad de crear tramas detectivescas de alto nivel y poblar sus obras de referencias metaliterarias que hacen que los disfrutes aún más si cabe.

En Trabajos de amor ensangrentados tenemos otro ejemplo magnífico de su buen hacer con una trama que, desde el título, tiene resonancias «shakespereanas» que utiliza con frecuencia a lo largo de la obra.

El caso comienza, aunque parezca mentira, con un simple hecho, el nerviosismo de una muchacha en un campus:

-Nada más. Esa muchacha es terca como una mula… Solo hay una cosa de la que estoy segura.
-¿De qué?
-De que vio algo que la aterrorizó -sentenció la señora Parry.

Un robo en el laboratorio de química y… a partir de ahí se desencadenan los crímenes.

La novela está a medio a camino de las «novelas de campus», en las que se reflejaba con todo lujo de detalles la vida dentro de ellos:

El resto del recinto, por su parte se iba animando paulatinamente. Los coches llegaban y se detenían en la diminuta media luna de gravilla del patio, o a los lados de la avenida que daba a la entrada. Los muchachos iban saliendo cada vez en mayor número para saludar, para guiar o controlar a su nerviosa parentela. El señor Philpotts venía corriendo por el campo de críquet de los first Eleven, y con su toga agitándose como una bandera. Y por todas partes había padres y más padres -padres como ratoncillos, padres agresivos, padres ostentosos, padres modestos, padres tímidos, padres animados: una riada de padres cada vez más abundantes se reunía bajo el brillante cielo azul celeste… ¿Y para qué?, se preguntaba el director. Era improbable que aquello les divirtiera en lo más mínimo. Era improbable, incluso, que sus retoños se estuvieran divirtiendo. Y sin embargo, aquello tenía un cierto glamour que hacía hervir la sangre de todos los participantes, y el propio director, mientras contemplaba el espectáculo, no era inmune a esa emoción.

La figura del divertido Fen sigue siendo primordial a la hora de discernir quién puede ser el posible asesino, pero han pasado diez años desde La juguetería errante (Primer caso); Fen es famoso y reconocido por la gente; de hecho esto le sirve para bromear sobre sí mismo con los lectores:

-Es usted el profesor Fen, ¿verdad? […] He visto su foto en los periódicos -añadió la joven-, y he seguido todos sus casos.
-¡Ah! ¡Excelente! -exclamó Fen, encantado-. eso es más de lo que los lectores de ese tal Crispin pueden decir. Y dígame señorita, ¿puedo ayudarte de algún modo?

A mi tierno corazón literario le vuelve loco el motivo por el que se originan los crímenes, sobre todo porque tiene «lo literario» como razón principal y Shakespeare aparece de fondo, el bardo como excusa, como eje de la trama detectivesca y razón principal. Si Crispin me ganó con El canto del cisne y su reflejo de la ópera, aquí me ha encandilado definitivamente. Si a ello añadimos una prosa efectiva y que, por momentos alcanza gran calidad, estamos ante una de esas lecturas que siempre se vuelve necesaria:

A Fen no le costó mucho imaginarse la escena: el fulgor de los frascos y las botellas y las pipetas a la débil luz de las estrellas, un esqueleto articulado, tal vez, con sus blanquecinos huesos pulidos, los macabros cuadros del sistema linfático, y el húmedo y penetrante olor de las ranas diseccionadas y abiertas en canal y metidas en formol. Un escenario bastante sórdido, pensó Fen, para ambientar los inocentes éxtasis del tierno amor.

La broma final, con el propio Fen dispuesto a crear su novela aunque sin usar lo que ha acontecido en ese caso porque, ¿a quién se le ocurriría hacer algo así? Nos muestra a un Crispin que se autoparodia, se ríe de sí mismo de una manera muy saludable.

-¿Galbraith? -dijo Fen-. ¿Somers? ¿Trabajos de amor logrados? -Con un gesto desdeñoso apartó aquella idea de su mente-. Mi querido amigo, no hay nadie que pueda sacar una novela detectivesca de esta historia y estos personajes… Ahora bien, mi chica de los Catskills, verás…

Por Mariano Hortal.