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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Descubriendo a T.C. Boyle, un clásico contemporáneo

Una obra que muestra a las claras que Boyle ha tendido un puente definitivo con la alta literatura, el que le consagra como un escritor clásico, capaz de arbolar una narrativa majestuosa en cada línea de texto, en cada párrafo.

Una de las razones por las que Thomas Coraghessan Boyle (1948, Nueva York) —o para abreviar, T. C. Boyle— sigue siendo un autor poco conocido entre el público lector español resulta que su obra se encuentra dispersa por diversas editoriales. Por consiguiente, ningún sello ha sabido o podido “asociarlo” a sus respectivas colecciones. Llegados a este punto, cabe asimismo añadir que Boyle ha alternado indistintamente el relato corto con novelas la mayor parte de las cuales exceden al estándart habitual, sobrepasando con creces las trescientas o cuatrocientas páginas. De ahí que esas dos “identidades” literarias que convergen en el escritor estadounidense hagan aún más complejo si cabe su adecuación a un determinado sello editorial y, por ende, que el destino de su público tenga un sesgo determinado. Para empezar a recomponer ese puzzle editorial debemos remontarnos a finales de los años 80 con la publicación de una colección de cuentos de fuerte carga alegórica, Solo los muertos conocen Brooklyn (1988, Ed. Júcar), una pieza codiciada que cabría rebuscar en librerías «de viejo» o mercadillos de segunda mano. Un par de años después, Anagrama se hizo con los derechos pertinentes en aras a publicar El fin del mundo (1991), Oriente, oriente (1993) y El balneario de Battle Creek (1995), esta última aparecida en el mercado a rebujo del estreno de la adaptación al celuloide llevada a cabo por el británico Alan Parker. A punto de cruzar el umbral del milenio, un nuevo texto de Boyle orbitaría, en este caso, en la Galaxia Guttenberg, Música acuática (1999), la primera de sus novelas. Idéntica editorial ampararía la publicación de Encierro en Riven Rock (2000) y Un amigo de la tierra (2002). Mientras tanto, Boyle no paraba de acumular reconocimientos a escala planetaria. Pero en nuestro país su nombre seguía sin “posicionarse” entre los lectores. Random House haría su primera y única tentativa hasta la fecha con la puesta en circulación de Drop City (2004). El “maleficio” Boyle seguía sin romperse en el panorama editorial patrio. Una vez más, Impedimenta iría al rescate de un autor sin suerte en relación a lo que se había publicado en territorio español. En primer lugar, la operación de partida comprometía a un relato corto El pequeño salvaje (2012). Los resultados debieron resultar lo suficientemente esperanzadores para repetir jugada, aunque con una pieza de gran formato, Las mujeres (2013) —con una traducción inmaculada en el debe de Julia Osuna Aguilar— una novela de las dimensiones de las obras literarias del siglo XIX de las que Boyle sería un conpiscuo lector, a la par que contribuiría a cimentar su rocosa prosa, hilvanada de expresiones que persiguen un efecto un tanto ornamental pero también dispuestas o ofrecer una mácula de calidad indiscutible.

Perteneciente a la Generación de escritores angloamericanos nacidos durante o en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial —Richard Ford, Ian McEwan, Pete Dexter, John Irving, etc. —, T. C. Boyle exhibe músculo literario en una propuesta que especula sobre la vida de Frank Lloyd Wright (1867-1959), en una mirada administrada bajo la luz de las cuatro mujeres que estuvieron cerca de él en distintas fases de su existencia. Quinientas cuarenta páginas que valen su peso en oro por lo que compete a la definición de un estilo que concede poco margen a lo vulgar; su prosa es sencillamente un portento de elegancia en las formas. Boyle desbroza el entramado dramático que computa en cada una de los partes de la novela —«Olgivanna», «Miriam» y «Mamah»— con precisión quirúrgica, tomando la voz de un narrador —la del hijo oriental de Wietro San (su otro nombre)— que traba un relato a lo «Ciudadano Kane». Al correr de las páginas, Boyle crea una tela de araña de la que el lector ya no puede abandonar si ha “superado” una cuarta parte del relato de una existencia, la de Frank Lloyd Wright, quintaesencia de una megalomanía que no conoce fronteras, en que la dicotomía sobre el individualismo-sociedad, del poder y la humildad, el sacrificio profesional y el compromiso familiar no se resisten a ser abordados en cualesquiera de sus tramos. Una obra que muestra a las claras que Boyle ha tendido un puente definitivo con la alta literatura, el que le consagra como un escritor clásico, capaz de arbolar una narrativa majestuosa en cada línea de texto, en cada párrafo. Las mujeres mira de igual a igual a piezas literarias que han servido de fuente de inspiración para este superdotado de la escritura y saber soltar lastre en comparación a algunas de sus anteriores obras —en particular, El balneario de Battle Creek, sobre la base de “auditar” la vida de otro excéntrico venido del siglo XX, el doctor Kelloggs—, demasiado habitadas por un ejercicio de retórica que prometían más de lo que en verdad ofrecían. El de Las mujeres, intuyo, puede ser el punto de inflexión para que de una vez por todas T. C. Boyle deje ser sinónimo de fruncir el ceño entre el público lector de habla hispana. Por sus obras le conoceréis y este relato aventurado a destruir el Mito de un arquitecto de alcance internacional, no es más que la prueba fehaciente del magisterio de Mr. Boyle, un neoyorquino con apariencia de irlandés, de mirada aviesa y generosa frente, capaz de almacenar infinidad de expresiones literarias que, a la postre, han redundado en un texto sublime como pocos en el contexto del siglo XXI.