Tal vez, el buen resultado que presenta la editorial Impedimenta, gracias al trabajo del traductor Roberto Frías, pueda compensar la espera por un texto repleto de referencias y con un buen número de anotaciones que ayudan a disfrutarlo más si cabe.
Hardy traza una novela en la que las naturalezas son personajes paralelos a los que mueven la trama y el bosque actúa en todos los capítulos. Están los hombres, los moradores y los recién llegados a un remota población, Little Hintock, que pasan buena parte de sus jornadas debatiéndose sobre el mundo real y el que se crean en sus propios pensamientos. La gran mayoría de las páginas detallan los quebraderos de cabeza de una joven que vende su cabellera y con ella casi su propia identidad; la de la hija de un comercial que no sabe ni lo que es y mucho menos lo que debe sentir; la de un sencillo labrador que se rinde ante el destino y la de un médico recién llegado que solo se deja arrastrar por él.
Todo un entramado de personajes que se enredan, muchas veces, apenas sin hablarse y que conforman una novela novedosa y casi actual a pesar de que se publicó en el 1887. Trece años después de que el autor pudiese dejar el trabajo de restaurador de iglesias —que le buscó su padre para poder subsistir— y dedicarse por completo al oficio
de escribir. Sus primeras obras comienzan a apuntar algunos detalles que en estas páginas ya están marcados, como postulados del trascendentalismo, que explican las referencias a filósofos como Spinoza, Schleiermacher o Shelley y que abordaron problemas cuyo centro es la relación entre ideal o lo real, la razón o la naturaleza.
Y por eso los protagonistas pueden pasar una vida entera deseando una vida que tienen al alcance; o jornadas angustiosas aguardando ante la casa de la persona amada con consecuencias más que trágicas para el cuerpo. Y, por supuesto, los sentimientos, los celos y el orgullo tejen y complican la vida de unos seres que a veces no saben si quieren algo tras racionalizarlo mucho o viven para pensar, más que para amar.