cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Picnic en Hanging Rock»: ¡siniestro San Valentín!

Nue­stro par­tic­u­lar regalo de San Valen­tín: trae­mos de la edi­ción impresa de LEER el opor­tuno repor­taje de MAICA RIVERA en torno a Pic­nic en Hang­ing Rock; la nov­ela, entre lo sinie­stro y lo volup­tu­oso, de Joan Lind­say, y la adaptación cin­e­matográ­fica real­izada en 1975 por Peter Weir.

Una bucólica sal­ida al campo el Día de los Enam­ora­dos de 1900 ter­minó en omi­nosa trage­dia para las jovenci­tas del cole­gio Appleyard…

No es lo mismo decir “¡maldito Día de los Enam­ora­dos!” con el corazón roto que “Día de los Enam­ora­dos maldito…” con el corazón encogido. Si ante el ago­bio, el empalago o la pre­sión social que puede provo­car una cel­e­bración como la de San Valen­tín en las grandes ciu­dades alguien soñó con emi­grar a las antípo­das, siem­pre se lo pen­sará dos veces tras cono­cer la per­tur­badora his­to­ria de Hang­ing Rock.

Todo comen­z­aba una cál­ida mañana del 14 de febrero de 1900, cuando un grupo de cole­gialas march­aba de excur­sión campestre con sus cuidado­ras cerca del monte Mace­don en la provin­cia de Vic­to­ria, al sur de Aus­tralia. Aque­lla aci­aga tarde, car­gada de pre­sa­gios omi­nosos y después de que los relo­jes se parasen en seco a las doce, varias ado­les­centes y la pro­fe­sora de matemáti­cas desa­parecían mis­te­riosa­mente, sin dejar ras­tro, entre los recov­ecos del fan­tas­magórico con­junto rocoso de nat­u­raleza vol­cánica. ¿Real­i­dad o fic­ción? La escritora aus­traliana Joan Lind­say, que alcanzó gran fama mundial cuando narró estos luc­tu­osos hechos en su libro Pic­nic en Hang­ing Rock (1967), nunca quiso aclarar la his­to­ri­ci­dad de base, dando a la estreme­ce­dora ambigüedad del relato otra vuelta de tuerca (ah, digna hered­era espir­i­tual de Henry James).

¡Ahí, en ese mismo punto de no com­ment por parte de la autora, despierta la para­noia pro­funda del lec­tor! Y las obsesi­vas relec­turas a pos­te­ri­ori aca­ban arro­jando con­clu­siones cada vez más escalofri­antes. ¿Acaso cada uno ten­emos nue­stro pro­pio camino mar­cado hacia la sinies­tra Roca? A veces, lo parece. Por ejem­plo, en medio de una entre­vista con el cineasta Jorge Tor­re­grossa (revista LEER, octubre de 2012), éste te rev­ela que su con­cep­ción de una nat­u­raleza ame­nazadora en Fin se inspira en la adaptación cin­e­matográ­fica que Peter Weir real­izó de Pic­nic en Hang­ing Rock e inmedi­ata­mente, al ter­mi­nar la con­ver­sación, acudes con insólita pre­mura a com­prar el DVD y des­cubres que te llevas el último, quedando la película automáti­ca­mente descat­a­lo­gada; y luego, en los “extras”, encuen­tras una sug­es­tiva entre­vista con el direc­tor en la que le escuchas pal­abras que recono­ces lit­eral­mente como tuyas y algo en tu inte­rior vuelve a remo­verse. Extrañas casu­al­i­dades de este tipo acon­te­cen cuando te atreves a colo­carte a la som­bra del mono­lito de Hang­ing Rock.

Tal vez por todo eso, casi cinco décadas después, la desazón de estas pági­nas sigue siendo con­ta­giosa con un hondo cal­ado inter­gen­era­cional, sugiriendo cier­tos gri­mosos ancla­jes en el incon­sciente colec­tivo. Basta echar un rápido vis­tazo a la Red para encon­trar curiosas teorías de lec­tores afi­ciona­dos al enigma. Éstas oscilan entre la trage­dia por acci­dente for­tu­ito o crimen sex­ual y las más excén­tri­cas elu­cubra­ciones de signo para­nor­mal, rela­cionadas con uni­ver­sos para­le­los, via­jes en el tiempo, abduc­ciones extrater­restres y un aber­rante pan­teísmo. Sin con­tar las encen­di­das alu­siones al mítico “capí­tulo per­dido”, pub­li­cado de forma pós­tuma (The Secret of Hang­ing Rock), cuya aceptación, no sólo innece­saria sino tam­bién muy con­trapro­du­cente, exi­giría, además, un acto de fe en el edi­tor que resulta imposi­ble en los tiem­pos que cor­ren. Al con­trario, hay que apre­ciar el esfuerzo de la edi­to­r­ial de Imped­i­menta para pre­sen­tar la que fuera primera edi­ción de Pic­nic en Hang­ing Rock en castellano.

No yerra Miguel Cane en su intro­duc­ción al enmar­car la his­to­ria den­tro del con­cepto de Aus­tralian Gothic, así como la tra­duc­ción de Pilar Adón nos deja atra­pa­dos en la prosa arrebata­dora de Lind­say, en su insin­uación de una ter­ri­ble mitología pagana que sus­cita en cada uno de nosotros un ter­ror oscuro y ances­tral. Pic­nic en Hang­ing Rock nos seduce y nos repele, deja que sig­amos a las nin­fas pro­tag­o­nistas que se ale­jan sum­i­das en un som­brío trance hacia el abismo de lo insond­able pero nos par­al­iza brus­ca­mente bajo el signo del tabú en algún punto del agreste paraje.

Cuando todo esto ocurre, se intuye entre líneas la con­spir­ación del mal. Tal vez, incluso, la imag­i­nación vis­lum­bra una mirada torva y una son­risa tor­cida; mien­tras que en otro nivel de com­pren­sión se mul­ti­pli­can las inter­preta­ciones freudi­anas sobre el des­per­tar sen­sual femenino (¿es casual que la trama se desar­rolle el mismo año en que ve la luz La inter­pretación de los sueños?), reprim­ido por rígi­dos corsés vic­to­ri­anos en el selecto cole­gio para señori­tas que es descrito como “todo un anacro­nismo arqui­tec­tónico en medio de la abrupta maleza aus­traliana, un lugar incon­gru­ente, sin esper­anza, pro­pio de otra época y de otro continente”.

Entre lo sinie­stro y lo volup­tu­oso, la lec­tura tam­bién le resultó irre­sistible al cineasta aus­traliano Weir, quien ini­ció el rodaje (al que dio el visto bueno la propia Joan Lind­say) el 2 de febrero de 1975. El filme, de “lumi­noso lirismo artís­tico”, se estrenó ese mismo año, “con­vir­tién­dose en el primer gran éxito del direc­tor y el sím­bolo del renacimiento del cine aus­traliano”, según explica Nekane E. Zubi­aur a LEER. Es la autora del libro Peter Weir (Cát­e­dra), una obra muy esper­ada porque “hay poca inves­ti­gación académica” en torno a la fil­mo­grafía de esta gran per­son­al­i­dad del mundo cin­e­matográ­fico con­tem­porá­neo, que ha venido a cubrir el tam­bién cor­re­spon­di­ente vacío edi­to­r­ial español.

Del filme Pic­nic en Hang­ing Rock, la espe­cial­ista destaca “la atmós­fera porque es una película de sen­sa­ciones que provoca una gran expe­ri­en­cia, abso­lu­ta­mente sen­so­r­ial, en el espec­ta­dor”. Más exac­ta­mente, dis­tingue “partes sinestési­cas, muy logradas, que hip­no­ti­zan con una fasci­nación física porque, de hecho, no hay nada racional en ellas al care­cer el metraje, en su con­junto, de la fér­rea estruc­tura de otros tra­ba­jos del cineasta”. El “resul­tado redondo” en este aspecto se con­siguió gra­cias a un tra­bajo metic­u­loso en la adaptación del relato de Lind­say, del que resulta rep­re­sen­ta­tivo, por ejem­plo, que se aprovechara la suave niebla mati­nal para apor­tar a la Roca el aspecto par­tic­u­lar­mente dramático que el texto transmitía.

Del exhaus­tivo análi­sis fílmico de Zubi­aur, con­viene degus­tar lo que pre­vi­a­mente el mismo Weir pon­deró, la reflex­ión sobre ese “halo de indefini­ción en torno a la veraci­dad de la his­to­ria de par­tida, que ali­menta la difusa relación entre lo real y lo imag­i­nario, lo mate­r­ial y lo espir­i­tual…”. Porque, no olvidemos, que “los frágiles límites entre el sueño y la vig­ilia, lo con­sciente y lo incon­sciente se con­fun­den tal como sug­ieren las pal­abras recitadas al ini­cio por la dulce voz del per­son­aje de Miranda (Anne Lam­bert)”, conec­tadas con el poema “A Dream Within a Dream” de Edgar Allan Poe antes de que la veamos “des­per­tar son­ri­ente en el día que vivirá su sin­gu­lar rito de paso” durante una jor­nada que nos lle­vará a com­pro­bar cómo “sexo y muerte se alían en Hang­ing Rock”. En con­clusión, “del con­flicto librado entre razón e instinto, entre civ­i­lización y nat­u­raleza, es esta última la que sale vic­to­riosa”, es decir, “Artemisa (la señora App­le­yard, direc­tora del inter­nado) es der­ro­tada por Dion­iso y Pan”. Como no podía ser de otra forma, “los planos que cier­ran pare­cen extraí­dos de una ensoñación y la música (segundo movimiento del concierto número 5 para piano de Beethoven) que pun­tea las imá­genes sirve de elegía a la inocen­cia infan­til aban­don­ada en la Roca”, cul­mi­nando con el ros­tro con­ge­lado de la pro­tag­o­nista (un ángel de Bot­ti­celli), “al fin con­ver­tida en un icono inmor­tal, atra­pado en una tem­po­ral­i­dad eter­na­mente suspendida”.

Maica Rivera