Una bucólica salida al campo el Día de los Enamorados de 1900 terminó en ominosa tragedia para las jovencitas del colegio Appleyard…
No es lo mismo decir “¡maldito Día de los Enamorados!” con el corazón roto que “Día de los Enamorados maldito…” con el corazón encogido. Si ante el agobio, el empalago o la presión social que puede provocar una celebración como la de San Valentín en las grandes ciudades alguien soñó con emigrar a las antípodas, siempre se lo pensará dos veces tras conocer la perturbadora historia de Hanging Rock.
Todo comenzaba una cálida mañana del 14 de febrero de 1900, cuando un grupo de colegialas marchaba de excursión campestre con sus cuidadoras cerca del monte Macedon en la provincia de Victoria, al sur de Australia. Aquella aciaga tarde, cargada de presagios ominosos y después de que los relojes se parasen en seco a las doce, varias adolescentes y la profesora de matemáticas desaparecían misteriosamente, sin dejar rastro, entre los recovecos del fantasmagórico conjunto rocoso de naturaleza volcánica. ¿Realidad o ficción? La escritora australiana Joan Lindsay, que alcanzó gran fama mundial cuando narró estos luctuosos hechos en su libro Picnic en Hanging Rock (1967), nunca quiso aclarar la historicidad de base, dando a la estremecedora ambigüedad del relato otra vuelta de tuerca (ah, digna heredera espiritual de Henry James).
¡Ahí, en ese mismo punto de no comment por parte de la autora, despierta la paranoia profunda del lector! Y las obsesivas relecturas a posteriori acaban arrojando conclusiones cada vez más escalofriantes. ¿Acaso cada uno tenemos nuestro propio camino marcado hacia la siniestra Roca? A veces, lo parece. Por ejemplo, en medio de una entrevista con el cineasta Jorge Torregrossa (revista LEER, octubre de 2012), éste te revela que su concepción de una naturaleza amenazadora en Fin se inspira en la adaptación cinematográfica que Peter Weir realizó de Picnic en Hanging Rock e inmediatamente, al terminar la conversación, acudes con insólita premura a comprar el DVD y descubres que te llevas el último, quedando la película automáticamente descatalogada; y luego, en los “extras”, encuentras una sugestiva entrevista con el director en la que le escuchas palabras que reconoces literalmente como tuyas y algo en tu interior vuelve a removerse. Extrañas casualidades de este tipo acontecen cuando te atreves a colocarte a la sombra del monolito de Hanging Rock.
Tal vez por todo eso, casi cinco décadas después, la desazón de estas páginas sigue siendo contagiosa con un hondo calado intergeneracional, sugiriendo ciertos grimosos anclajes en el inconsciente colectivo. Basta echar un rápido vistazo a la Red para encontrar curiosas teorías de lectores aficionados al enigma. Éstas oscilan entre la tragedia por accidente fortuito o crimen sexual y las más excéntricas elucubraciones de signo paranormal, relacionadas con universos paralelos, viajes en el tiempo, abducciones extraterrestres y un aberrante panteísmo. Sin contar las encendidas alusiones al mítico “capítulo perdido”, publicado de forma póstuma (The Secret of Hanging Rock), cuya aceptación, no sólo innecesaria sino también muy contraproducente, exigiría, además, un acto de fe en el editor que resulta imposible en los tiempos que corren. Al contrario, hay que apreciar el esfuerzo de la editorial de Impedimenta para presentar la que fuera primera edición de Picnic en Hanging Rock en castellano.
No yerra Miguel Cane en su introducción al enmarcar la historia dentro del concepto de Australian Gothic, así como la traducción de Pilar Adón nos deja atrapados en la prosa arrebatadora de Lindsay, en su insinuación de una terrible mitología pagana que suscita en cada uno de nosotros un terror oscuro y ancestral. Picnic en Hanging Rock nos seduce y nos repele, deja que sigamos a las ninfas protagonistas que se alejan sumidas en un sombrío trance hacia el abismo de lo insondable pero nos paraliza bruscamente bajo el signo del tabú en algún punto del agreste paraje.
Cuando todo esto ocurre, se intuye entre líneas la conspiración del mal. Tal vez, incluso, la imaginación vislumbra una mirada torva y una sonrisa torcida; mientras que en otro nivel de comprensión se multiplican las interpretaciones freudianas sobre el despertar sensual femenino (¿es casual que la trama se desarrolle el mismo año en que ve la luz La interpretación de los sueños?), reprimido por rígidos corsés victorianos en el selecto colegio para señoritas que es descrito como “todo un anacronismo arquitectónico en medio de la abrupta maleza australiana, un lugar incongruente, sin esperanza, propio de otra época y de otro continente”.
Entre lo siniestro y lo voluptuoso, la lectura también le resultó irresistible al cineasta australiano Weir, quien inició el rodaje (al que dio el visto bueno la propia Joan Lindsay) el 2 de febrero de 1975. El filme, de “luminoso lirismo artístico”, se estrenó ese mismo año, “convirtiéndose en el primer gran éxito del director y el símbolo del renacimiento del cine australiano”, según explica Nekane E. Zubiaur a LEER. Es la autora del libro Peter Weir (Cátedra), una obra muy esperada porque “hay poca investigación académica” en torno a la filmografía de esta gran personalidad del mundo cinematográfico contemporáneo, que ha venido a cubrir el también correspondiente vacío editorial español.
Del filme Picnic en Hanging Rock, la especialista destaca “la atmósfera porque es una película de sensaciones que provoca una gran experiencia, absolutamente sensorial, en el espectador”. Más exactamente, distingue “partes sinestésicas, muy logradas, que hipnotizan con una fascinación física porque, de hecho, no hay nada racional en ellas al carecer el metraje, en su conjunto, de la férrea estructura de otros trabajos del cineasta”. El “resultado redondo” en este aspecto se consiguió gracias a un trabajo meticuloso en la adaptación del relato de Lindsay, del que resulta representativo, por ejemplo, que se aprovechara la suave niebla matinal para aportar a la Roca el aspecto particularmente dramático que el texto transmitía.
Del exhaustivo análisis fílmico de Zubiaur, conviene degustar lo que previamente el mismo Weir ponderó, la reflexión sobre ese “halo de indefinición en torno a la veracidad de la historia de partida, que alimenta la difusa relación entre lo real y lo imaginario, lo material y lo espiritual…”. Porque, no olvidemos, que “los frágiles límites entre el sueño y la vigilia, lo consciente y lo inconsciente se confunden tal como sugieren las palabras recitadas al inicio por la dulce voz del personaje de Miranda (Anne Lambert)”, conectadas con el poema “A Dream Within a Dream” de Edgar Allan Poe antes de que la veamos “despertar sonriente en el día que vivirá su singular rito de paso” durante una jornada que nos llevará a comprobar cómo “sexo y muerte se alían en Hanging Rock”. En conclusión, “del conflicto librado entre razón e instinto, entre civilización y naturaleza, es esta última la que sale victoriosa”, es decir, “Artemisa (la señora Appleyard, directora del internado) es derrotada por Dioniso y Pan”. Como no podía ser de otra forma, “los planos que cierran parecen extraídos de una ensoñación y la música (segundo movimiento del concierto número 5 para piano de Beethoven) que puntea las imágenes sirve de elegía a la inocencia infantil abandonada en la Roca”, culminando con el rostro congelado de la protagonista (un ángel de Botticelli), “al fin convertida en un icono inmortal, atrapado en una temporalidad eternamente suspendida”.
Maica Rivera