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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La semana pasada leí en el Diario de Sevilla un interesante artículo de Pablo Bujalance sobre Querido Diego, te abraza Quiela, una novela epistolar escrita en 1978 por Elena Poniatowska, Premio Cervantes 2013, que acaba de recuperar la incombustible editorial Impedimenta. «Es una obra sobre el amor, pero no sobre el amor que es ciego, sino sobre el que ciega: el más funesto, el más terrible y, tal vez, el más humano», dice para poner punto final a su reseña. La verdad, dudo que se pueda definir este libro de mejor manera. Tras leerlo de un tirón –no llega a las cien páginas– lo primero que sentí fue una extraña mezcla de compasión y rabia hacia quien escribe esas cartas tan desconsoladas. Porque, como dice Bujalance, se trata de una mujer a quien el amor ha cegado hasta convertirla, por omisión, en un grotesco amasijo de inseguridades y sentimientos inútiles, en un retrato deformado e incoloro de lo que en algún momento debió de ser una mujer con una personalidad propia. Expliquémonos.

La mujer en cuestión es nada más y nada menos que Angelina Beloff, la pintora rusa que mantuviera una relación de casi diez años con Diego Rivera a principios del siglo XX, durante aquello que suele denominarse como su época de transición hacia la madurez artística. De hecho, Beloff fue su primera esposa e incluso llegó a concebir un hijo suyo, muerto al poco de nacer como consecuencia de una meningitis: eran duros los inviernos en el París de entreguerras, y más si vivías al céntimo en una casa sin calefacción y con un botiquín más que precario. El texto con que iniciamos este artículo es el de la primera carta que le envía Beloff a Rivera un mes después de que éste haya regresado a México para buscar mejor fortuna –entre los dos solo lograron reunir dinero para un pasaje–, por supuesto una vez desechada la posibilidad de tener otro hijo con ella. Es entonces cuando Quiela, que es como a Rivera le gustaba llamarla, inicia una salvaje correspondencia transoceánica –que de correspondencia no tenía nada– con la esperanza de mantener vivo un matrimonio que, a la luz de cualquiera, había quedado finiquitado al embarcarse el muralista mexicano en aquel mercante. Día sí, día también, Quiela escribe a ese marido fantasma para declararle repetidamente su amor incondicional y hacerle partícipe de sus progresos artísticos, incluso para pedirle su aprobación. Y semana tras semana espera una contestación que nunca acaba de llegar, mientras su cuerpo va marchitándose como consecuencia de ese silencio injustificado y devastador.

(…) voy dentro de ti, que eres la ausencia, camino por las calles dentro del caparazón de tu silencio. (…) sin ti soy bien poca cosa, mi valor lo determina el amor que me tengas y existo para los demás en la medida en que tú me quieras. Si dejas de hacerlo, ni yo ni los demás podremos quererme.

Como puede apreciarse en estas palabras, la ceguera de Quiela adquiere tal grado de irreversibilidad que incluso se siente capaz de mendigar un poco de compasión, ni que sea. Como también utiliza con ese propósito el otro signo que debiera haberla convencido de la evidente indiferencia de Rivera: su hijo desaparecido.

Yo nunca me detuve a ver a un niño en la calle (por ejemplo) por el niño en sí. Lo veía ya como el trazo sobre el papel; debía yo captar exactamente la pureza de la barbilla, la redondez de la cabecita, la nariz siempre chata (…). Ahora todo ha cambiado y veo con tristeza a los niños que cruzan la calle para ir a la escuela. (…) Pienso que uno de ellos podría ser nuestro hijo, y siento que daría no sé que, mi oficio, mi vida de pintora, por verlo así con su tablier d’écolier a cuadritos blancos y azules, haberlo vestido yo misma, pasado el peine entre sus cabellos, recomendado que no se llene los dedos de tinta, que no rompa su uniforme, que no…, en fin, todo lo que hacen las madres dichosas que a esta hora en todas las casas de París aguardan a sus hijos para tomarlos entre sus brazos.

Una mujer en pleno uso de su consabido sexto sentido habría llegado a la conclusión de que la muerte del niño no había sido en absoluto una mala jugada del destino, sino la consecuencia necesaria de otra omisión imperdonable: la de un padre para quien solo parecen importar sus pinceles, su trementina y su paleta de colores, y la de una madre que solo sabe dedicarse en cuerpo y alma a su marido. Pero incluso cuando esta mujer abandonada adquiere una visión más honesta de sí misma, parece utilizarla para chantajear.

(…) hoy no quiero ser dulce, tranquila, decente, sumisa, comprensiva, resignada, las cualidades que siempre ponderan los amigos. Tampoco quiero ser maternal; Diego no es un niño grande, Diego solo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo.

La primera publicación de esta novela corta, en 1978, provocó una agria polémica en México. Los defensores de la intocable causa mexicana acusaron a Poniatowska de mancillar gratuitamente la imagen de uno de sus mayores iconos contemporáneos –hoy en día no cuesta tanto ver a Rivera como un tipo ególatra, salvaje, brutal–. A las integrantes del movimiento feminista no les gustó esa estampa de mujer grotescamente dependiente. Sin embargo, a nuestro entender, Poniatowska tuvo la delicadeza de no exponer su interpretación del asunto de una manera tan explícita. Al contrario, sabe matizar a su protagonista con todo lo bueno y malo que poseía. Sabe compadecerse de Quiela –no era para menos– sin restarle un ápice de su responsabilidad en su propia desgracia, y repartir a partes iguales la culpa de esa muerte prematura, la del niño que pudo llevar el apellido de uno de los mayores genios de la pintura latinoamericana. Es entonces cuando nos hacemos la gran pregunta: ¿era el amor de ella tan cegador como afirma Bujalance en el Diario de Sevilla, o tal vez una manera inconsciente de sacudirse la culpa? Si Rivera le hubiera hecho más caso, tal vez Quiela habría sabido perdonarse.

En el aspecto formal, Querido Diego, te abraza Quiela me ha recordado a uno de los mejores libros que leímos en 2013: Interior azul, de Anna R. Ximenos –en realidad debería ser al revés, pues se escribieron con treinta y cinco años de diferencia–. Ambos recuperan algunas de las mejores artistas de los últimos doscientos años para reflejar lo genial y a la vez penoso que resultó el papel interpretado por el amor en sus vidas.

Una muy buena lectura para esta última semana de febrero. Una delicatessen de esas que se prestan a la reflexión y el debate.