Debemos a Novalis, el maravilloso autor de los Himnos a la noche, la acuñación de una imagen que representaría la búsqueda de la belleza, el afán de conocimiento o la aspiración a lo infinito, pero también el amor, el destino o la vida eterna. Dicha imagen vio la luz en un famoso pasaje de su inacabada novela Enrique de Ofterdingen, pero cabe imaginar que ya antes de ser Novalis -seudónimo con el que firmaría su obra Friedrich von Hardenberg-, el joven escritor en ciernes, reconocido por su talento potencial, hubiera concebido ese símbolo o al menos que su forja posterior estuviera de algún modo ligada a la experiencia de su malogrado amor por la niña Sophie von Kühn, que marcó para siempre el breve y atormentado itinerario del poeta. Es lo que hizo Penelope Fitzgerald en La flor azul (1996), su última novela y acaso la más brillante de cuantas escribió la autora inglesa, ya publicada por Mondadori en los 90 y recuperada ahora por Impedimenta, sello al que debemos el conocimiento de otras novelas de Fitzgerald como La librería (1978), Inocencia (1986) o El inicio de la primavera (1988).
Localizada entre los años 1794 y 1796, por los años en que Alemania recibe las noticias de la Revolución con una mezcla de temor por las consecuencias e ilusión por el advenimiento de «una nueva edad de oro», La flor azul retrata de modo magistral la convivencia entre el viejo orden agrario y la agitación intelectual de los círculos que alumbraron el primer Romanticismo. Con ingenio y delicadeza, sin caer nunca en lo melodramático gracias a su exquisito sentido de la ironía, Fitzgerald se centra en las relaciones entre Fritz y Sophie, pero el fresco que traza va mucho más allá de la trágica historia de ambos para extenderse a sus familias o amigos y al entorno de la campiña sajona de finales del Setecientos, descrito de un modo encantador que no se queda en el mero costumbrismo. Leemos, de este modo, una suerte de biografía novelada que recrea los años de formación del joven que sería Novalis, pero el riquísimo contexto humano que lo rodea -decenas de personajes retratados, como apunta Terence Dooley, con trazos de admirable sutileza- merece la misma atención por parte de la narradora, que refleja sus caracteres de un modo cercano y a la vez distanciado, con una naturalidad asombrosa que prescinde de los golpes de efecto para seguir un procedimiento minimalista.
Desde que entra en escena Sophie, en un tramo bastante avanzado de la novela, Fitzgerald recalca la diferencia de caracteres entre el precoz intelectual y su amada niña, que se comporta de un modo brusco o indolente o demasiado desinhibido. Porque La flor azul es una novela de contrastes, el que enfrenta el idealismo arrebatado del poeta con la sencillez cotidiana de su entorno o el que se deriva de la oposición entre la formación humanística que adquirió en las prestigiosas universidades de Jena o Leipzig y su empleo, heredado del padre, como inspector en las minas de sal. Sin merma de la intensidad dramática, la autora proyecta una mirada risueña -contemporánea- que sitúa su relato a años luz de las engoladas reconstrucciones que proponen muchas de las llamadas novelas históricas, caracterizadas por una prolijidad insoportable. La estricta religiosidad del padre de Friz, de filiación pietista, es descrita con tierna comicidad -desaprobatoria pero comprensiva- como una mezcla de «interrogatorios, rezos, ansiedad, catequesis y miedo». Las especulaciones filosóficas, que ocupan la mente y los ensueños del protagonista, no muestran un respeto reverencial por los nombres de Schiller, los Schlegel, Fichte o Goethe. Los niños cuestionan los valores de sus mayores -gloriosa insolencia del hermanito, a quien llaman el ángel- y estos enfrentan las calamidades o sus propias contradicciones sin dejar de mostrar una humanísima fortaleza.
Estructurada en breves capítulos que no siguen un desarrollo lineal, La flor azul narra una historia hermosa, agridulce y profundamente conmovedora. No es necesario que el lector que desee disfrutarla esté familiarizado con la trayectoria o la obra de Novalis, pero los interesados en el poeta o en las evoluciones del movimiento romántico encontrarán en la novela una deliciosa e inteligente aproximación que rehúye los conceptos abstractos para restituir el humus en el que se forjaron. La tierra nutricia, las vidas afanosas y razonablemente imperfectas sin las que las ideas elevadas no son más que vanas fantasmagorías.
Por Ignacio F Garmendia